El precio, el empate frente al Espanyol, no fue excesivamente alto, porque, por lo general, la gloria viene a recaudar impuestos después de prestar sus servicios, y en ocasiones suelen ser mucho más altos. Casi siempre ocurre, y esta vez no iba a ser una excepción. El Real Zaragoza fue campeón de la Copa el pasado miércoles ante el Madrid, con 120 minutos de intenso derroche físico y mental, tras un partido colosal para el corazón y demoledor para las piernas. Además, en el prospecto de toda final ganada se pueden leer los efectos secundarios de la euforia: los jugadores entran en una especie de modorra complaciente, fruto de la sobredosis de felicitaciones y festejos más o menos sonoros.

Más de 72 horas son, en apariencia, un periodo suficiente para la recuperación, pero resulta complicado regresar con todos los sentidos al duro combate de la Liga, donde la rutina destiñe la motivación por mucho que Víctor Muñoz se haya empeñado estos días en elaborar el antídoto contra la relajación psicológica y muscular, de concienciar a los chicos de la trascendencia de lo que hay en juego, nada menos que la permanencia en Primera. El Real Zaragoza siguió al dedillo el guión previsto en estos casos frente a un rival menor que sacó el provecho que pudo, insuficiente para el monumental esfuerzo que ha de realizar para evitar el descenso. Comenzó como una moto, impulsado por los efluvios de un triunfo histórico, por el deseo de rubricar aquella noche de rosas con una victoria sin tanto relumbrón aunque de importancia mayúscula para su supervivencia entre los mejores.

Los buenos deseos del conjunto aragonés produjeron minutos notables de fútbol y un gol de gran belleza constructiva entre el mejor Cuartero de todos los tiempos y un Villa que marca hasta de cabeza, mientras el Espanyol daba muestras de la digna flojera de un serio aspirante a Segunda, blindado con doble capa de acero, con un Wome insuperable y con Tamudo como único representante en ataque.

DESCENSO DE RENDIMIENTO El inesperado tanto de Fredson --el tercer misil de la semana tras los de Beckham y Roberto Carlos en Montjuïc-- consumió a la media hora las reservas del Real Zaragoza, que empezó un lento, progresivo y muy peligroso descenso en su rendimiento. El luz se fue yendo, y no se marcharon los tres puntos porque Láinez voló para despejar una falta endemoniada de De la Peña y porque Raducanu, quien después de sustituir a Tamudo había estrellado un balón en larguero, se atropelló con la pelota solo ante el guardameta local.

Sólo hubo tres futbolistas, a lo sumo cuatro si se añaden las intervenciones finales de Láinez, que apenas mostraron señales de la resaca. Milito fue uno de ellos. El central no descansa, y ayer cubrió las espaldas de Alvaro y Toledo con suficiencia y eficacia. Movilla, pese a al absentismo de Ponzio, un mal por lo visto asumido como beneficio, mantuvo el tipo de un centro del campo derrengado, que jugó la segunda parte a golpe de riñón. Y Cuartero, cómo no, otra vez sensacional, sin límites de crecimiento por una banda derecha que ha hecho autopista desde que Víctor le levantara la barrera.

El resto puso ganas y se fundió, incluido Villa, frenado por Lopo y Pochettino por lo civil y por lo criminal. El Real Zaragoza firmó un arranque de campeón, falló cuando el oxígeno era puro --Savio tiró fuera una ocasión de oro en el minuto 6-- y en el declive Dani y Movilla no sacaron provecho de un par de buenos pases de Galletti. El Espanyol, con más pulmón, asistió a la posibilidad del triunfo, un premio que hubiera sido excesivo. Se pagó el precio de la Copa. A veces merece la pena rascarse el bolsillo por esa gloria.