Los altavoces inteligentes son ya una presencia cotidiana en millones de hogares de todo el mundo, casi como si fueran un miembro más de la familia que no protesta ni vacía la nevera. Se venden como una suerte de asistente personal que, a golpe de comandos de voz, reproduce música, ajusta el termostato de la calefacción, hace la compra por internet o canta las últimas noticias. Amazon tiene su Alexa y su Echo; Apple, el HomePot; Google, el Home; Windows, Cortana y así una larga lista de marcas en un mercado que espera facturar 19.000 millones de dólares en 2023. Casi todos tienen precios muy asequibles, pero ese coste camufla el precio real que paga el usuario por abrirle de par en par las puertas de su privacidad a la multinacional tecnológica de turno.

El sistema es mucho más intrusivo de lo que las propias compañías reconocen públicamente, según han revelado varias investigaciones recientes en Estados Unidos. Particularmente, en los altavoces inteligentes de Amazon, líder junto a Google y Facebook en la colecta masiva de datos, preferencias y comportamientos de los usuarios que utilizan sus servicios. La empresa de Jeff Bezos emplea a miles de trabajadores en todo el mundo que escuchan las conversaciones de voz registradas por Alexa. Las conversaciones se transcriben antes automáticamente, se anotan y se trasladan más tarde al software del dispositivo para pulir las deficiencias de su sistema de reconocimiento de voz, según ha publicado ‘Bloomberg’.

El ejército de auditores de Amazon opera en oficinas situadas en Estados Unidos, Costa Rica, India y Rumania. Revisan hasta un millar de cortes de voz por turno de trabajo. Y parte de la plantilla tiene también acceso a los datos de localización del usuario, lo que les permite identificar potencialmente su lugar de residencia. (Google ya no graba las conversaciones por defecto, y Apple las transcribe pero sin forma de identificar al usuario). Si bien el altavoz no empieza a grabar hasta que se pronuncia el comando “Alexa”, “Echo” u “Ordenador”, es relativamente frecuente que se active por un error en el sistema de reconocimiento de voz. Por ejemplo, cuando un hispanoparlante dice “hecho”, un término que suena casi como “Echo”.

Amazon ha respondido afirmando que “solo se anotan un número extraordinariamente pequeño de interacciones escogidas aleatoriamente para mejorar la experiencia del usuario”. Pero entre los defensores de la privacidad, que acusan a la compañía de ocultar en sus términos de uso la escucha de las conversaciones, crece la preocupación. “Los altavoces inteligentes representan una enorme amenaza para la privacidad porque, de un modo u otro, registran lo que hacemos en nuestro espacio más íntimo”, asegura a este diario Jeff Chester, director del Center for Digital Democracy. Las autoridades estadounidenses ya han tomado nota de las oportunidades que Alexa presenta. Sus tribunales han emitido las primeras órdenes de registro para obtener las grabaciones de Amazon con el fin de utilizarlas en investigaciones criminales.

Quizás más inquietud ha generado el Echo Dot Kids, el asistente personal que la compañía de Seattle comercializa para los niños. Una veintena de organizaciones de consumidores han denunciado antes las autoridades federales que el dispositivo no solo almacena indefinidamente las conversaciones de voz y los hábitos de consumo de consumo de los niños que lo utilizan, sino que retiene la información incluso cuando los padres han seguido todos los pasos para borrarla.

“Amazon está violando la ley de protección de menores, que dice que solo puedes almacenar la información durante breves períodos y para motivos muy específicos”, asegura en una conversación telefónica, Josh Golin, director de la Campaña para una Niñez Libre de Anuncios. “Lo más preocupante es que están tratando de crear una generación que se sienta cómoda siendo espiada, observada y escuchada por Amazon, que normalice la falta de privacidad”, añade Golin.

Los altavoces inteligentes son solo la punta del iceberg del llamado internet de las cosas, electrodomésticos y dispositivos inteligentes que recaban datos personales, rutinas y hábitos de consumo para las grandes compañías globales, embarcadas en una carrera frenética para monetizar comercialmente la información que obtienen, generalmente a través de publicidad personalizada. Los sociólogos lo han bautizado como la “era del espionaje corporativo” o “espionaje capitalista”.

“Las grandes compañías ya no venden la información que recolectan, es demasiado valiosa”, dice Chester desde el Center for Digital Democracy. “Lo que hacen es compartirla para propósitos comerciales”. A nadie se le escapa que, si las empresas tienen esa información, también podrán tenerla eventualmente los gobiernos, sea el chino, el ruso o el estadounidense. Amazon es sin ir más lejos uno de los grandes contratistas de la CIA y su nuevo servicio de reconocimiento facial (Rekognition), capaz de procesar millones de fotos al día para identificar a personas y objetos, ya está siendo utilizado por algunas agencias de seguridad estadounidenses.

Obviamente, Amazon niega que comparta la información privada de sus usuarios con el Gobierno, pero con 1.200 millones de clientes en todo el mundo, el potencial es evidente. “Esta es la distopía que hemos creado deliberadamente. Hemos permitido que crezca a pesar de que conocemos sus riesgos desde hace muchos años”, concluye Chester.