Las primeras sesiones del juicio por la muerte de Gabriel Cruz han dejado en evidencia las dos caras de la acusada y autora material del crimen, Ana Julia Quezada. Mientras amigos de la pareja que formó con Ángel Cruz y su propia hija la dibujaron como una persona fría, desapegada y mentirosa, ella se presentó en su declaración como una mujer víctima de los nervios y del bloqueo que sufrió tras acabar con la vida del niño, del que solo quería que «se callara».

La declaración de Quezada ante el juez se ajustó como un guante a la línea trazada el día antes por su abogado: una persona con una compleja historia personal a sus espaldas; con una hija de cuatro años fallecida en extrañas circunstancias, víctima de intentos de su propia familia de meterla en la prostitución y que cometió un enorme y grave error que se le fue de las manos. Explicó que nunca tuvo problemas con Gabriel, al que atendía cuando el padre estaba trabajando, pero sin embargo el 27 de febrero del 2018 él se revolvió de forma sorpresiva y empezó a insultarle en la finca familiar de Rodalquilar. El niño, explicó, la llamó «negra fea» y le dijo que volviera a su país porque quería que sus progenitores retomaran la relación.

En medio de esa pelea con el niño, que blandía un hacha, Ana Julia solo quiso que Gabriel «se callara». Su relato estuvo plagado de lágrimas, sollozos, manos tapando su rostro e incluso peticiones continuas de perdón a la familia del niño y a la suya propia, que la acusada realizó mirando la cámara que recoge la señal del juicio para los medios de comunicación. Sin saber de qué manera exacta, «porque fue un momento muy rápido y estaba muy nerviosa», le puso la mano en la cara tapándole la boca y la nariz. «Cuando le quité la mano, ya no respiraba, y me bloqueé», justificó, subrayando que no fue su intención matarle y que todo fue «un accidente». «No pensé en nada, solo que le había quitado la vida a un niño y que no podía contárselo a su padre».

Después, como no fue capaz de pedir ayuda ni llamar a los servicios sanitarios, y tras fumarse un par de cigarros, decidió cavar un agujero y ocultar al pequeño. Recurrió incluso a un hacha para recortar las extremidades que sobresalían. «No pude ni mirar, no sé donde fue», aseguró. Las lágrimas manaban de su rostro con cada detalle delicado del crimen, como cuando reconoció el hacha y la toalla con la que envolvió el cadáver para trasladarlo. A partir de ese momento, el relato de Quezada consistió en iniciar una carrera hacia adelante incapaz de contar lo ocurrido, «hasta arriba de diazepam» para «acallar» su conciencia.

«NO PODÍA AGUANTAR MÁS»

En su declaración, Quezada seguró que su deseo fue que la descubrieran «porque no podía aguantar más ese secreto». A este deseo atribuyó la pista falsa de la camiseta que dijo haber encontrado junto a la casa de su expareja. O las continuas visitas a la finca de Rodalquilar, donde decía «hallar paz» al tiempo que reclamaba a sus acompañantes ayuda para tapar la fosa donde estaba el pequeño.

Quezada repitió varias veces sus peticiones de perdón y ese deseo de que la policía la acabara pillando. Hasta que el día 12, sin saber bien los motivos, se trasladó de nuevo a la finca, desenterró el cuerpo y decidió trasladarlo. Dijo no recordar haber murmurado improperios sobre el pequeño, aunque sollozó al escucharlos, y sorprendió al desvelar por primera vez que su verdadera intención no era ocultar el cadáver en otro lugar, sino trasladarlo al garaje de su casa en Vícar para dejarlo allí y suicidarse. Iba a contar su paradero en las cartas que pensaba escribir a su pareja y su hija para pedir perdón.