La Luna tiene su cara oculta y, se dice poco, su lado cómico. A dos sábados de conmemorar los 50 años de una odisea que, en términos comparativos, redujo el épico regreso de Ulises a Ítaca a un simple ir a comprar el pan a la esquina de casa, antes de que la cosa se ponga seria no está de más repescar los momentos más chistosos de la carrera espacial, que los hubo. No todos los astronautas eran como el hierático y seriote Neil Armstrong, que parece que fue tallado con la misma madera seca que Charles Lindbergh. Charles Pete Conrad, el tercer hombre en la Luna, comandante de la misión Apolo 12, era todo lo contrario. Como ya se anticipó en el anterior capítulo de estas crónicas lunáticas, la solemnidad se la traía al pairo. Había cruzado una apuesta de 500 dólares con la periodista Oriana Fallaci: cuando descendiera del módulo lunar Intrepid diría lo que le diera la gana, ajeno a que aquello fuera una retransmisión televisiva a escala planetaria. Lo hizo.

Para entender la frase es necesario, antes, un poco de antropometría. El primer hombre en la Luna, Armstrong, era un tipo bien plantado, un terrícola de 1,8 metros de altura, por si acaso había que causar buena impresión a los hipotéticos selenitas. Su gran paso para la humanidad fue, como él dijo aquel 20 de julio de 1969, un simple paso para él. La cuestión es que Fallaci, que se convirtió en una habitual en los pasillos de la NASA para escribir uno de sus libros, se emperró en que tras las frases para la historia de la conquista de la Luna había guionistas, pero Conrad le aseguró que no, que había barra libre y se propuso demostrárselo, así que, llegado el momento, aquel astronauta de apenas 168 centímetros de altura, talla S en el ropero espacial, dijo lo que dijo: «¡Guau! Esto habrá sido un pequeño paso para Neil Armstrong, pero ha sido un gran paso para mí». Gagarin, el gigantesco héroe soviético del espacio, medía 158 centímetros, dicho sea de paso.

Aunque Conrad, años más tarde, tuvo un final trágico como el de Lawrence de Arabia, que falleció a bordo de su «motocicleta asustadiza», como él la llamaba, no ha pasado a la historia por sus hazañas, sino por ser el gracioso de las misiones de la NASA. En aquella expedición tenía conchabada con Alan Bean, el otro astronauta del módulo lunar, una broma que ambos guardaban celosamente en secreto. Sin que el centro de control lo supiera, Conrad colocó en el equipaje personal un autodisparador para una de las cámaras fotográficas. Falló en el momento crucial, pero el propósito era que una de las imágenes que llegaran a la Tierra fuera un retrato de ambos juntos y dar pie así a todo tipo de elucubraciones. Habría sido la guinda perfecta para las teorías de la conspiración que en los años venideros iban a ser tan populares y que entonces, en 1969, eran impredecibles. Ralph Rene, por citar uno de esos conspirafílicos, había sacado petróleo. Es autor de un libro con un título no suficientemente ponderado por culpa de la traducción. NASA mooned America, que sería algo así como que la NASA le enseña el culo a EEUU.

A su manera, Conrad recogió el testigo de la guasa que años antes portó Virgil Grissom, piloto espacial ya en tiempos de las naves del programa Gemini.

Igual que Paul Tibbets, en 1945, bautizó su bombardero B-29 con el nombre de su madre, Enola Gay, los comandantes de la NASA se consideraban militares con el mismo derecho a dejar su huella en el registro civil del espacio. Total, que Grissom, un hombre con un cociente intelectual que quitaba el hipo, quiso que su cohete se llamara Titanic. Hasta la NASA tenía un límite y dijo que no. Grissom contratacó. Molly Brown fue su nueva propuesta. Fue una de las afortunadas almas que se salvó en el hundimiento del Titanic y fue conocida desde entonces, porque así lo quiso ella, como «la insumergible Molly Brown».

En realidad, el nomenclátor de las misiones espaciales anduvo a lo largo de los años por una finísima línea que separaba la épica del pitorreo. Fue una suerte que fuera el Apolo 11, con su Eagle como módulo lunar, el que se posó por fin en el satélite, porque en el Apolo 10, su predecesor, se llamaba Snoopy. «Hemos perdido a Snoopy», en caso de catástrofe, como chiste perruno habría superado a la leyenda del de Mis Tetas.

CAPRICHOSOS SEMIDIOSES

Tampoco estaba mal el nombre de la nave del Apolo 9, Gumdrop, o sea, la golosina, muy poca seriedad, sin lugar a dudas. A su manera, podría parecer que los astronautas se comportaban como caprichosos semidioses. Se jugaban la vida, cierto, así que tal vez se cobraban su salario en especias. Grissom, por ejemplo, falleció en el terrible incendio del Apolo 1. Pero para antojadizo semidiós, ninguno como Scott Carpenter, piloto de un Mercury, que desobedeció tantas órdenes como quiso cuando inició la maniobra de reentrada a la atmósfera.

Parece que le gustaban las vistas a través de las escotillas. Tomó los mandos y, como si pilotara un BMW, ¿te gusta conducir?, disfrutó del paisaje más de la cuenta. Amerizó unos 400 kilómetros más allá del punto previsto. Cuando ya se le daba por desaparecido, lo localizaron tostándose al sol del Caribe, mientras las olas mecían su nave. Aquello puso fin a su trayectoria como astronauta.