Antes de despedirse de su casa en Coral Springs, unas dos horas al norte de Miami, en la costa oeste de Florida, Mixis Villareal bajó los jarrones de las estanterías, guardó los ordenadores en bolsas de basura y metió los libros y las fotos enmarcadas en los armarios. No quiso hacer mucho más. Tenía prisa por marcharse, después de que las autoridades hubieran ordenado la evacuación de la zona donde vive. Solo se llevó lo esencial para el viaje y un cosquilleo en el estómago que se ha quedado con ella.

«No lo pude evitar, cerré la puerta y lloré, pensé que nunca más volvería a ver mi casa», dice ahora desde un refugio en Pensacola, una localidad turística pegada a la frontera de Alabama. Su familia recorrió 1.000 kilómetros por carreteras secundarias para ponerse a salvo del Irma, el huracán que ha empezado a zarandear la península de Florida tras hacer estragos en el Caribe.

CRECIDAS MORTALES

Villarreal es una de los 6,5 millones de personas que han recibido órdenes de evacuación en el conocido como «estado soleado», cifra que no tiene precedentes. Por la mañana, el huracán no había tocado tierra todavía en la península, pero los Cayos y Miami batallaban ya contra sus latigazos de viento y sus trombas de aguas. Los meteorólogos insisten, sin embargo, que lo más peligroso de los huracanes no es el aire ni las lluvias, sino la crecida de las mareas, que en algunos puntos podrían aumentar hasta 4,6 metros, según las previsiones, una suerte de tsunami que arrasa con todo tras superar las barreras naturales del litoral.

Históricamente, esas crecidas dejaron más muertos en EEUU que cualquiera de los fenómenos que se derivan de los huracanes. «Las crecidas cubrirán sus casas», advirtió el gobernador, Rick Scott. «Fluye con mucha rapidez. No podrán sobrevivir a las mareas de la tormenta», añadió.

Todo el mundo en Florida está pendiente de la trayectoria del Irma. Algunos tienen la televisión permanentemente encendida, y otros reciben por teléfono mensajes de los servicios de emergencia. La previsión inicial apuntaba a que atravesaría la península por el este, pero en las últimas horas se desplazaba hacia el oeste, poniendo a tiro a Fort Myers, St. Petersburg, Tampa o la capital, Tallahassee. «Nosotros vivimos en la costa este, así que estamos más tranquilos», dice Villarreal, que llegó a EEUU hace cuatro años desde Panamá, para añadir: «Allí nunca experimentamos nada igual».

En los más de 300 refugios abiertos en el estado, generalmente polideportivos, iglesias o colegios, la situación varía mucho. Algunos han tenido que abrir de forma improvisada, a medida que cambiaba la trayectoria de la tormenta, y no tienen más que lo básico. Pero en otros, como en el Pensacola Bay Center, al mando de la Cruz Roja, impera el orden y la calma. Por la mañana, solo había unas 100 personas. En el polideportivo hay duchas. Los evacuados duermen en catres con sábanas. Reciben una bolsa con enseres de aseo, y varias comidas diarias. «La atención está siendo excelente, nos han dado de todo y nos han tranquilizado al decirnos que el edificio está construido a prueba de huracanes», afirma Pauline, una estudiante que ha llegado con su bebé y algunos parientes.

«NO QUISE ARRIESGAR»

Lashauna Williams, de 37 años, dudó hasta el último momento. Vive a tres horas de Talahassee, una zona que hace unos días se consideraba segura. Pero con siete hijos y una casa tráiler no quiso jugar a la ruleta rusa. A las cuatro de la mañana del sábado empaquetó lo que pudo y puso rumbo al oeste. «Nunca antes me habían pedido que me marchara, pero esta tormenta parece muy seria. El año pasado, tras el paso del Matthew, estuvimos una semana sin electricidad. No quise arriesgar. Tuve miedo». Esa contingencia volverá a repetirse esta vez para muchos. Dos millones de habitantes de Florida estaban el sábado sin electricidad.

En esta región, los huracanes son como los viejos parientes lejanos que acaban dejando una huella profunda en las vidas de la gente. Camilla, Andrew, Iván o Wilma… Nombres inocentes con un legado catastrófico. «Cuando pasó el Wilma en el 2005, estábamos en una casa de un millón de dólares y pensamos que no nos íbamos ni a enterar, que pasaríamos el huracán viendo tranquilamente la tele», cuenta el empresario Gary Hencken. «De repente, empezaron a martillear las ventanas, el viento arrancó una puerta y nos quedamos sin luz. Cuando todo acabó, Boca Raton estaba devastado. Era como vivir en un pueblo fantasma».