En la ola de incendios que abrasa Galicia han perdido la vida cuatro personas. Las condiciones de sequedad, calor y viento, conjugadas con el mal estado de bosques atestados de eucaliptos -de fácil y enérgica combustión-, pueden explicar la virulencia de las llamas pero no justifican que más de 150 focos hayan prendido casi al unísono en puntos geográficos muy alejados. La tragedia que viven esta comunidad y Portugal -donde ya han muerto más de 30 personas- no es casual. Son, indican los expertos, fuegos en los que ha intervenido el hombre. Y ayer por la noche 15 de estos incendios seguían activos y entrañaban peligro para núcleos habitados.

Lo que la Xunta incluso calificó de «terrorismo incendiario» desbordó a los equipos de emergencias. Los bomberos no pudieron socorrer a todos los gallegos que pedían auxilio. Los que más solos se sintieron fueron los habitantes de algunas aldeas esparcidas por los alrededores de Vigo, que vieron cómo llegaban las llamas sin escuchar ninguna sirena, sin ver ningún destello naranja en el horizonte. Abandonados a su suerte, se organizaron para proteger sus hogares con mangueras y con cubos de agua.

«¡No vino nadie, nadie!», se desesperaba Carlos, residente en Cortellas, una parroquia de Soutomaior (Pontevedra). «Ardía hasta la tierra», subrayaba para describir la virulencia del rodillo de fuego que pasó por encima de su aldea a las nueve de la noche del domingo. En este núcleo, construido sobre la pendiente de un monte, viven unas 50 personas -«casi todas mayores y muchas enfermas»- en la veintena de casas que todavía siguen habitadas. Vecinos como José o Vanesa se pasaron la noche en vela cargando con un depósito para sulfatar viñedos que se convirtió en la mejor arma para combatir las llamas. A Victoria, la cartera, y a su hijo el incendio que rodeó su hogar terminó por alcanzarlos. Ambos fueron trasladados al hospital con quemaduras en la cara -ella- y en los brazos -él-.

Juan Carlos, del barrio de Lourido, también en la paroquia de Soutomaior, participó en dos quemas planificadas por los vecinos que sirvieron para aplacar un frente que los amenazaba. Lo que él contaba sobre la catástrofe gallega es algo que comparten todos los residentes de la zona. Hace muchos años que ningún gobierno -ni local, ni autonómico, ni estatal- hace los deberes que pide a gritos el bosque. Se amontonan los árboles caídos y las malas hierbas, y los eucaliptos proliferan sin freno. «Tampoco se respetan los márgenes sin masa forestal que deben mantenerse en carreteras y viviendas», añadía Carlos. Ni siquiera las 65 muertes en Pedrógao Grande, en el vecino Portugal, durante el pasado junio habían espoleado a los responsables políticos. Detrás de los incendios provocados, además, asoma la sospecha de los intereses que tienen las empresas de papel, que siguen queriendo la madera aunque esté quemada. La denuncia colectiva es que se trata de una cadena de incompetencias políticas que aprovechan algunos con fines lucrativos. «A ellos no les duele Galicia», concluyó un camarero de Soutomaior que no quiere revelar su nombre.

ANCIANOS ATRAPADOS

Pazos de Borbén es un municipio que agrupa ocho parroquias y en el que viven poco más de 3.000 habitantes, que el lunes parecían tan tristes como su cielo, gris porque estaba cargado de ceniza. Aquí Lucía, vestida con mallas deportivas y con el pelo recogido en una coleta, es propietaria de dos residencias de ancianos y se pasó todo el fin de semana corriendo entre ambos centros. «No pudimos desalojarlos porque había fuego por todas partes y trasladar a los abuelos era más peligroso que dejarlos», aclaró. En un geriátrico viven 60 personas y en el otro, 12. De media, sus huéspedes tienen más de 80 años. «Son la parte más frágil de la sociedad», recordó. Para evitar que el humo se colara en las residencias mojaron paños que colocaron en las ranuras de las puertas. Los ancianos solo sacaban la vista de la ventana, desde la que veían cómo ardían bosques cada vez más cercanos, para ponerlos frente al televisor y saber qué más ardía en Galicia. «Muchos lloraban, pero no de miedo, sino de pena», aseguró Lucía.

Diego trabaja en una gasolinera desde la que hoy el presidente Mariano Rajoy ha atendido a los medios de comunicación. En la cafetería de esta estación de servicio, un ejemplar de La Voz de Galicia ya culpaba directamente a «los incendiarios» de lo que ha pasado en esta tierra. «Han sido demasiados focos simultáneos para que nadie pueda creer en las casualidades», subrayó una trabajadora de la Xunta. Diego pidió ayer, a las nueve de la noche, permiso para dejar su puesto de trabajo y acudir en auxilio de sus abuelos. «Intentaron desalojarlos pero se negaron a irse de su casa. Tenían miedo de quedarse sin nada», explicó. Junto a ellos, Diego se lió a cubos de agua contra el fuego y lograron frenarlo justo frente a la casa. Hoy parecía contento de una hazaña que se ha repetido en incontables domicilios gallegos asediados por tormentas de fuego.

Los gallegos están «acostumbrados» a los incendios, resumió Andrés Iglesias, alcalde de Pazos de Borbén. Aunque no a uno como este, que quemaba «en 10 horas lo que los otros queman en 10 días».

Casi 200 de los 450 efectivos con los que cuenta el IV Batallón de la UME partieron desde la Base Aérea de Zaragoza para colaborar en la extinción de los incendios de Galicia y Asturias. Fueron 188 militares, 22 vehículos ligeros, cuatro estaciones de comunicación (dos de tipo León y otras tantas de tipo Mérida), cinco camiones de carga, 13 autobombas, tres nodrizas, una ambulancia, una góndola y una máquina D-7 empujadora (para despejar caminos).