El pasado mes de mayo una docena de congresistas estadounidenses enviaron una carta a la Organización Mundial de la Salud instándole a que «haga cuanto pueda» para evitar que el fabricante de Oxycontin «ponga en marcha una epidemia de opioides a escala global». Oxycontin es un analgésico narcótico muy adictivo, fabricado por Purdue Pharma, una compañía con sede en Connecticut que opera fuera de Estados Unidos bajo la marca Mundipharma, una red de empresas asociadas. La carta acusaba a la farmacéutica de haber contribuido con «sus prácticas engañosas» a poner en marcha una «crisis de salud pública». Y lanzaba un ruego urgente. «Por favor, aprendan de nuestra experiencia y no permitan que Mundipharma prosiga con el legado letal de Purdue en la escena internacional».

Mundhipharma opera en España desde 2003 y está repitiendo en su territorio las estrategias que le sirvieron para inundar de fármacos derivados del opio la Sanidad estadounidense. La compañía propiedad de la familia Sackler no está sola. Otros fabricantes de opioides se han dedicado también a minimizar los riesgos de adicción de estos medicamentos con la ayuda de reputados médicos españoles y Sociedades Científicas, generosamente financiadas por las farmacéuticas. La estrategia ha incluido campañas de sensibilización sobre el dolor crónico y seminarios de educación continua por los que han pasado miles de profesionales sanitarios.

«En España todavía no está muriendo la gente porque tenemos una sanidad pública que introduce una seguridad que no existe en EE UU, pero si no se corrige el rumbo no tardaremos en tener el mismo problema», advierte el médico y profesor de la Escuela Nacional de Sanidad, Juan Gérvas, quien siguió de cerca la crisis en EEUU como profesor visitante en la Universidad John Hopkins. «La respuesta farmacológica al dolor está aumentando de forma masiva sin que tenga una base científica».

Hasta principios de los años noventa, España fue uno de los países desarrollados donde menos opioides se utilizaban. Su empleo quedaba circunscrito al cáncer y los enfermos terminales. Pero aquel exceso de prudencia ya no existe. «Hubo un efecto péndulo. Poco a poco la industria vio el filón y pasó a recomendarlos para todo tipo de dolores crónicos», asegura Abel Novoa, médico de familia y presidente de la plataforma cívica Nogracias.

Las cifras oficiales son elocuentes. Entre 1992 y 2006 se multiplicó por 12 el consumo de opioides mayores, los más potentes y adictivos, según el ministerio de Sanidad. Y entre el 2008 y 2015 casi se dobló el uso de estos fármacos en todas sus categorías. El principio activo más popular es el tramadol, un opioide menor cuyo abuso está generando serios problemas de salud pública en países como Irlanda del Norte o Egipto. Pero más llamativa es la explosión del fentanilo, mucho más potente que la heroína y generalmente administrado a pacientes de edad avanzada. Su uso ha aumentado un 248% en una década y España es hoy el quinto país del mundo donde más se consume.

La publicidad de la industria es muy sofisticada. Semergen ha sido una de las sociedades más entusiastas en la promoción de los opioides. Su presidente, José Luis Llisteri, ha reclamado dejar atrás la «opiofobia», una de las consignas que Mundipharma promueve alrededor del mundo, y ha defendido la seguridad de estos fármacos.

También los galenos asociados con la alemana Grünenthal han minimizado los riesgos de los opioides. Médicos como Juan Pérez Cajaraville, responsable de la unidad de dolor de la Clínica Universidad de Navarra y miembro del patronato de la Fundación Grünenthal, que sostiene en un vídeo que «si se utilizan con sensatez no tienen por qué producir adicción o dependencia en el paciente»,

En Estados Unidos, el negocio de los opioides está en caída libre. La muerte de más de 200.000 estadounidenses por sobredosis de estos fármacos y el aluvión de demandas que enfrentan en los tribunales está haciendo mella en sus ventas. En España, sin embargo,