Una de las mayores riquezas de la biosfera del ser humano son los sentimientos. Mientras otras son destruidas por la avaricia del carpe diem industrial o se consumen por la natural erosión de las materias, este espacio permanece intacto, en constante curso de retroalimentación, en ocasiones como un volcán en perenne erupción. Viene de serie en cada uno de nosotros y, sin embargo, se distingue por su particularidad individual. Con puntos y encuentros en común, cada persona consume este combustible impulsada por resortes ingobernables. Si uno odia, odia; si ama, ama; si sufre por lo diminuto, su pena será monumental e intransferible. Los matices importan, y la gama de colores varían del blanco al negro y viceversa. Cuando se produce una alianza intrínseca a su originalidad, a su pureza, y no por una influencia que busca su explotación política, comercial e incluso religiosa, los sentimientos se reúnen en salvaje manada de honorables razones.

La sentencia para los cinco acusados de agredir en julio de 2016 a una joven en Pamplona ha desatado esa estampida social. La condena de nueve años de prisión por abuso sexual y no por agresión sexual como solicitaba la Fiscalía ha encogido el estómago de los españoles, ya de por sí constreñido por todo tipo de aberraciones de la justicia en demasiados dictados finales. Ni que decir tiene que la propuesta de absolución de uno de los magistrados ha colaborado a conducir la indignación hasta la rebelión popular. Esa decisión no debería de cuestionar la profesionalidad de la mayor parte del tribunal, ya de por sí dividido en sus opiniones y con perspectivas contradictorias, sino el desajuste de un estamento y unas leyes de indecente anacronismo, curvas cerradas por personajes obtusos y ceguera absoluta hacia una sociedad que reclama luz y verdad de una vez a sus representantes. La violación es una violación, una atentado contra la integridad física y psicológica que no puede sujetarse a interpretaciones con pruebas tan concluyentes.

La mujer regresa al epicentro de la vulnerabilidad de una atmósfera que aún jalea el machismo de las bestias y que acongoja a los responsables de ejecutar los castigos en su equitativa medida. La sentencia de la Audiencia de Navarra es recurrible ante el Tribunal Superior de Justicia de esa comunidad y, previsiblemente, será el Supremo el que tenga la última palabra. El más elevado órgano jurisdiccional de este país está obligado a pasearse estos días y semanas no por los angostos pasillos de los edictos sino entre una multitud que va a manifestarse en defensa de los derechos universales que han sido vulnerados. Escucharán el grito que les solicita su adhesión a un sentimiento digno, a la justicia que merece el caso, en defensa de esta violación sufrida en los tribunales. Antes de que destruyamos también la sensibilidad de la parcela más noble de nuestra biosfera.