Hace 14 años, tras un divorcio, Juana Figueroa se fue a vivir con su madre. Era autónoma, tenía una tienda y su madre iba tirando. Pero llegó el alzhéimer y le tocó tomar la que ahora define como la peor decisión de su vida. Dejó de trabajar para cuidarla. La tienda no iba muy bien, pero lo hizo porque «nadie más estaba dispuesto a hacerlo».

Las ayudas de la dependencia eran larguas, ninguno de sus dos hermanos se planteaba dejar su vida ni su trabajo y no se podían permitir pagar a alguien para cuidar a su madre. «Alguien tenía que vestir, dar de comer y duchar a quien nos lo ha dado todo. Decidí que yo lo haría».

Ahora lo lleva como puede. «Di mi vida por la suya», explica con los ojos empañados. Casi no sale de casa. Solo lo hace cuando vence los remordimientos de conciencia y se tomand un café después de hacer la compra. Pero el miedo a una caída o a un golpe de su madre son constantes. «Tengo que pedir permiso a mis hermanos para ir a ver a mi nieto», explica.

Juana sobrevive con la pensión de su madre, que llega a los 1.000 euros. Lo complementa con una pírrica ayuda de cuidadora no profesional de 140 euros mensuales que llegó con dos años de retraso. Hace años que no sale a comprar ropa, ni tan solo mirar tiendas. Reconoce haber tenido cuadros de depresión y angustia y acumula una lesión en el brazo.

Ella define su vida como «una cárcel» donde se ha encerrado, aunque al final hay un pensamiento que la mantiene en pie. «Mi madre, que me lo ha dado todo, tendrá una vejez digna». La suya, la de Juana, ya es otra cosa. «Tengo miedo de pensar en mi futuro». Sospecha que su pensión será la mínima de poco más de 600 euros. «Yo, que he trabajado toda la vida…».

Su historia también desvela el machismo latente en la sociedad. «A veces mi hermana me ayuda, se está una horas con mi madre y consigo salir, tener un poco de oxígeno, pero mi hermano no hace absolutamente nada». La frase que suele oír de él es: «¿Cómo voy a vestir y duchar yo a la mamá, que soy un hombre?».