A Eugene Cernan se le recuerda por lo contrario que a Neil Armstrong. Fue el último hombre en hollar la Luna. Pero lo que aquí interesa de él es su nariz. La tenía grande, afortunadamente grande. Sin llegar a ser la de un Cyrano (otro que viajó a la Luna), aquella napia le sacó de un apuro en junio de 1966, durante un vuelo espacial de la misión Gemini 9A. Las salidas al exterior de la nave eran aún como los primeros pasos de un bebé. A la NASA no se le había ocurrido poner en el exterior de las Gemini unos pasamanos , así que Cernan las pasó canutas. El pulso se le aceleró a 180. Al pobre Cernan se le empañó el cristal de la escafandra. Avanzaba a ciegas. «¿De qué os sirve ese accesorio? ¿De alacena, de caja o de escritorio?», bromeaba sobre su nariz Cyrano. A Cernan le sirvió la suya de limpiaparabrisas, que se dice pronto.

Esta verídica anécdota espacial es solo una excusa para hablar de Tintín y las insensateces de su viaje a la Luna en 1950, porque aunque es cierto que es una obra referencial, repleta de profecías que 19 años más tarde se cumplieron, contiene, siendo Hergé un tipo tan obsesivo con el rigor, licencias argumentales más propias de Luciano de Samósata, que, por dejarlo dicho ya, fue el primer autor que allá por el siglo II de nuestra era noveló un viaje a la Luna.

La tripulación del cohete tintinesco era, de entrada, desconcertante: Tornasol y su sordera; Tintín, que se lleva a su perro; Frank Wolff, que resulta ser un saboteador; Hernández y Fernández, que se cuelan a bordo por error, y Jorgen Boris, un espía de la potencia rival, la filosoviética Borduria, que viaja como polizón en las bodegas. ¿Qué podía salir mal?

Haddock merece un punto y aparte por la melopea que pilla con el whisky que lleva de contrabando. Una imprudencia, sin duda. Se enfunda el traje y sale exterior. No hay registros en la carrera espacial estadounidense de vómitos dentro del traje, pero sí en plena misión. Frank Borman tiene la plusmarca interestelar con ocho arcadas con regurgitación completa.

El espacio, sobra decirlo, no es un entorno amigable. Una buena salud es una condición indispensable. Walter Schirra protagonizó uno de los más agrios viajes de la NASA porque se resfrió, nada del otro mundo en su Nueva Jersey natal, pero un problemón mayúsculo en el espacio, como con él se descubrió. Los rusos, por ejemplo, dedicaron algunos de sus primeros vuelos orbitales a comprobar si era posible ingerir alimentos en el espacio. La ausencia de gravedad no resultó ser un obstáculo. Pero la mucosidad nasal, ¡ay!, parece que sí la agradece. Schirra era el comandante de la misión Apollo 7, así que las órdenes a bordo las daba alguien a quien sus senos nasales ya no le obedecían. Los mareos y jaquecas que padeció y como ello afectó a su gestión de la misión invitan a concluir que la tripulación del cohete que Syldavia envió a la Luna en 1950, por muy Armstrong que fuera Tintín, no era la más adecuada.

Tintinólogos y tintinófilos estarán ya maldiciendo al bachi-buzuk y marinero de agua dulce que todo esto firma, pero todos ellos saben que los dos álbumes que Hergé dedicó al viaje a la Luna no son los más memorables del belga, aunque, eso sí, despuntan por su propósito de rigor científico. Tanto es así que, en una portada de la revista infantil Tintín, Hergé rindió un sincero homenaje a quien fue su principal fuente de inspiración, uno de los más olvidados teóricos de la exploración espacial, Alexandre Ananoff (1910-1992).

Los historiadores de la carrera espacial no se olvidan nunca de Konstantin Tsiolkovski, nacido también en el Imperio Ruso, en 1857, al que no dudan en llamar padre de la cosmonáutica porque dio con la ecuación del lanzamiento de cohetes, al margen de que era un gran publicista de sus tesis («la Tierra es la cuna de la Humanidad, pero no se puede vivir en una cuna para siempre»), pero la lectura que resultó ser una epifanía para Hergé fue Astronautique, en la que Ananoff concluía que la experiencia acumulada con los cohetes V2 alemanes, el radar y la energía atómica convertían la quimera del viaje a la Luna en una aventura tecnológicamente al alcance de los más audaces. En la viñeta con la que Hergé quiso dar las gracias a Ananoff aparece Tornasol a punto de recibir un mazazo en el casco espacial y en el ángulo inferior derecho se distingue un libro con la portada original de Astronautique. De ahí bebió Hergé para narrar aquel viaje a la Luna.

Sin ser el Everest profesional de Hergé, aquel doble álbum adquirió una dimensión julioverniana que pocas de las otras aventuras de Tintín adquirieron, porque fue profética. Se publicó 12 años antes de que Kennedy prometiera que Estados Unidos plantaría su bandera en la Luna antes de que concluyera la década de los 60.

Aquel mismo 1969 en que el Apollo 11 llevó a Armstrong y Aldrin a la Luna, la NASA envió una segunda misión tripulada, el Apollo 12. Paris Match le encargó a Hergé que convirtiera en cómic aquella misión. Fue muy fiel a los hechos, como siempre, tanto que no pasó por alto una de las frases más cómicas que se pronunciaron sobre la superficie lunar, pero esto, amigos selenitas, es materia para una próxima entrega de las crónicas lunáticas, sobre la vis cómica de los astronautas.