La llamada ‘España vaciada’ está un poco menos despoblada gracias a los inmigrantes. Aunque no forme parte del imaginario colectivo, lo cierto es que el 10% de los residentes en municipios con menos de 10.000 habitantes ha nacido fuera de España, un porcentaje que se eleva hasta el 16% si se tienen en cuenta a las personas de entre 20 y 39 años. Estas son algunas de las conclusiones del estudio ‘La inmigración dinamiza la España rural’, elaborado por Luis Camarero, de la UNED, y Rosario Sampedro, de la Universidad de Valladolid, y que ha sido presentado este miércoles por el Observatorio Social de “la Caixa” en un debate monográfico sobre los retos y oportunidades de la inmigración.

La investigación concluye que la población foránea “rejuvenece” a la España rural porque las madres de origen extranjero tienen más hijos que las nacidas en el país (1,5 frente a 1,2), lo que hace que 1 de cada 5 menores de 13 años residentes en pueblos o municipios pequeños sean hijos de progenitor inmigrante, una proporción que se eleva hasta 1 de cada 4 en municipios de menos de 1.000 habitantes.

Desde finales de los noventa, un número apreciable de población extranjera se instaló en el ámbito rural gracias a la agricultura exportadora, la construcción, el turismo y la demanda de cuidadores. Su asentamiento tuvo un proceso de extensión continua de este a oeste, desde los enclaves rurales de las regiones litorales mediterráneas hacia otras zonas del interior, según los autores. Si bien, la crisis del 2008 supuso un parón en la llegada de inmigrantes, algunos de los cuales se marcharon a sus lugares de origen o a las grandes urbes. No obstante, a partir del 2015 las cifras comenzaron a repuntar hasta que en el 2017 el saldo migratorio volvió a ser positivo gracias a la población de origen extranjero. “Los autóctonos tuvieron un papel secundario”, subrayan los investigadores.

La deficiente acogida

El problema, según ha explicado Camarero en la presentación del informe, es que aunque los extranjeros crean un entorno rural cada vez más diverso y cosmopolita, la sociedad española les acoge de manera “precaria” y desde el criterio de “asimilación”, es decir, esperando que “hagan lo mismo” que los españoles, sin reconocer “su potencial” y que llegan a España a “desarrollar un proyecto de vida” y no sólo a trabajar. “No hemos adecuado un plan de acogida ni nos hemos preparado como sociedad acogedora, es una tarea pendiente que está impidiendo el arraigo”, ha denunciado.

En este contexto, la crisis generada por la pandemia podría ralentizar la llegada de población extranjera, retraer la fecundidad y dificultar los procesos de reagrupación familiar, aunque ha permitido “tomar conciencia de la importante contribución de la población foránea a la producción alimentaria y a la vida de nuestros pueblos”, ha destacado.

Mayor pobreza e inestabilidad

A su vez, la catedrática de la Universidad de Alcalá, Olga Cantó, ha señalado que, aunque aún no hay indicadores concluyentes, los inmigrantes han sido “más golpeados” que los españoles por la crisis económica que ha generado el covid, dado que sufren el doble de inestabilidad laboral y el triple de pobreza laboral, como pone de manifiesto el ‘Análisis de las necesidades sociales de la población inmigrante’, impulsado también por la Observatorio Social de “la Caixa”.

El estudio subraya que la tasa de riesgo de pobreza de los inmigrantes residentes en España, un 46% en el 2017, es claramente superior a la del conjunto de la UE. Sin embargo, en comparación con la población autóctona (un 18% de riesgo de pobreza), España no es el país con diferencias más altas: el contraste entre foráneos y nativos es mayor en países como Suecia, Austria o Bélgica, en los que el riesgo de ser pobre se triplica para las familias de origen extranjero.

Peores viviendas

La situación es peor, además, para las mujeres. Las trabajadoras extranjeras ganaron al año, de media, poco más de 14.000 euros brutos en 2016, frente a los casi 27.000 ingresados por los varones de nacionalidad española.

Asimismo, la población de origen inmigrante vive, generalmente, en viviendas con peores condiciones de habitabilidad.