Japón ha decidido organizar cursillos sobre abusos sexuales destinados a sus altos funcionarios. Es la medida desesperada de un país que escondía los escándalos bajo la alfombra y hoy los colecciona. El ejecutivo de Shinzo Abe ha aclarado que la asistencia a estas sesiones será un requisito indispensable para las promociones. «El abuso sexual es una clara violación de los derechos humanos y no debe ser tolerado», clamó recientemente Abe. La abogada encargada de los cursos ha advertido a los participantes de que «su idea de lo que es un comportamiento aceptable puede estar muy alejada de lo que piensa el resto de la sociedad». El movimiento global del #metoo ha llegado con menguado brío al país del Sol Naciente, tercera economía mundial y en el puesto 114 de 144 en la clasificación de igualdad de género.

Las dimisiones y ceses se han convertido en algo cotidiano en Japón. Kunihiko Takahashi, alcalde de la ciudad de Komae, presentó hace unas semanas su renuncia al cargo tras producirse una avalancha de denuncias de sus subalternas. Tadaatsu Mori, director de la división de Rusia del Ministerio de Exteriores, ha sido suspendido durante nueve meses por hechos similares. Sin embargo, ningún caso ha ocupado tantas portadas en la prensa ni ha visibilizado este problema como el protagonizado por Junichi Fukuda, viceministro de Finanzas. Preguntó a una periodista si podía atarle las manos o tocarle los pechos, justificó los comentarios como inocentes bromas y dijo desconocer que entraban dentro de la categoría de acoso sexual.

La defensa gremial fue aún más dolorosa. Taro Aso, ministro de Finanzas, presentó a Fukuda como una víctima de una emboscada y alegó que los abusos sexuales «no son un crimen». La ministra de Igualdad, Seiko Noda, pretende una reforma legal que los convierta en una ofensa punible pero el Gobierno aún lo está considerando. El caso revolvió la conciencia social. Mujeres políticas se manifestaron frente al ministerio y en las siguientes protestas por todo el país germinó el movimiento #withyou en solidaridad con las víctimas. Fukuda dimitió finalmente en abril.

PESIMISMO

Ni la atención mediática global, ni la presión social ni las medidas de Abe empujan al optimismo a Linda Hasunuma, profesora de la Universidad de Bridgeport (EEUU) y estudiosa de las desigualdades de género de Japón. «No creo que sea una prioridad del Gobierno, y los cambios importantes a corto plazo serán difíciles por las poderosas dinámicas culturales y las realidades legislativas e institucionales: los hombres dominan la política y el ambiente laboral», ha señalado. Hasunuma ha aludido a la gestión de los manoseos en los atestados trenes: Japón ha creado vagones separados para evitarlos en lugar de educar a la población.

Un sondeo reciente del diario Nikkei revelaba que el 60% de las mujeres había sido víctima de abusos sexuales y que la mayoría no los había denunciado. Las estadísticas del 2015 del Ministerio de Justicia subrayan el clima de silencio: casi tres cuartas partes de las víctimas de violación no lo desvelan y solo el 4% acude a la policía. La indolencia de los tribunales desincentiva las denuncias. Solo el 17 % de los 1.678 acusados el año pasado por asalto sexual fueron condenados a tres o más años de cárcel.

El contexto empuja al sufrimiento discreto. De la mujer japonesa se espera sumisión y se la mira con desconfianza si dice no, incluso a las invitaciones al sexo. La denunciante es una delatora problemática que traiciona al equipo y, lo que es peor, muchas mujeres comparten esa visión.