H. era feliz con su novio en Rumanía. O eso creía ella. Tenía 17 años cuando su pareja le comentó que unos amigos que habían emigrado a España les ofrecían su casa para pasar unos días. Cogieron un autobús. De aquel larguísimo trayecto, ella recuerda que, en la frontera con Hungría, su novio «le dio 200 euros a un policía». H. hizo el mismo trayecto que la mayoría de las menores rumanas que acaban explotadas en España. Su autobús cruzó Hungría, Austria, Italia, Francia y acabó viaje en Madrid.

Cuando llegaron a la capital española, la joven se dio cuenta de que su novio ya conocía la ciudad, ya había estado en la casa de sus amigos y tenía incluso las llaves. Pero al llegar ellos, el piso estaba vacío. «Me dijo que sus amigos estaban de vacaciones y que volverían en unos días», cuenta ella. A la mañana siguiente, su novio la llevó «a una tienda china» y empezó a elegirle ropa, «muy corta, como minifaldas, shorts…». Esa misma tarde, le ordenó ponérsela. Cogieron un taxi juntos y le llevó a la puerta de un burdel. «Me dijo que tenía que trabajar allí. Yo empecé a llorar y le respondí: No quiero prostituirme, déjame». Su novio la agarró con fuerza del brazo y la llevó de vuelta a casa en otro taxi. «Al entrar en el piso, me empujó fuerte y empezó a darme patadas. Luego, cogió el palo de la fregona y me dio con él en la espalda», recuerda.

La encerró en la casa. Hasta que no aceptara prostituirse en el local donde la había llevado, no volvería a salir a la calle. Pero uno de los días en que la dejó sola, H. pidió auxilio a gritos por el patio de luces. Unos vecinos la escucharon y avisaron a la policía. Fue rescatada y denunció lo que le había ocurrido. «Al principio yo no entendía que la persona a la que yo quería, la que era mi pareja, quisiera explotarme sexualmente y me hubiera golpeado así», comenta. La Policía y las oenegés llaman loverboys a esos hombres que enamoran a jóvenes y luego las obligan a prostituirse.