Después de protagonizar en el 2009 una de las mayores sorpresas vividas en toda la historia de la Mostra (ganó el León de Oro a los 47 años con su ópera prima, 'Líbano', que transcurría íntegramente en el interior de un tanque), Samuel Maoz volvía este año al certamen en calidad de plato fuerte de la competición. En su segunda película, 'Foxtrot', adopta la forma de una tragedia en tres actos sobre la muerte de un soldado que trata de funcionar a modo de crítica feroz de los usos y abusos del ejército israelí.

Maoz basó 'Libano' en sus traumáticas experiencias personales en la guerra, y es inevitable dar por hecho que también aquí las ha usado como fuente de inspiración. Asimismo, él ha mencionado otro suceso biográfico como referente: cansado de que su hija fuera al colegio en taxi, la convenció para que empezara a usar el transporte público. Un día, el autobús que la joven tomaba cada mañana sufrió un atentado y todos sus ocupantes murieron. Horas después de experimentar un dolor indescriptible, Maoz descubrió que la niña seguía viva: esa mañana había vuelto a tomar un taxi.

Considerando esa cercanía a los hechos que 'Foxtrot' describe, su modo de abordarlos resulta cuando menos chocante. Formal y narrativamente la película permanece instalada en el artificio. Es una sucesión de composiciones calculadas, interpretaciones afectadas, secuencias de dibujos animados, números de música y baile y momentos de humor surrealista coronados por un giro final que pretende enfrentarnos a las crueles ironías de la vida pero que en realidad se desvela como un instrumento no particularmente honesto para dejar al espectador boquiabierto. En todo momento Maoz parece más interesado en deslumbrarnos que en conmovernos y, como resultado, todo el dolor y toda la fiereza que 'Foxtrot' retrata funcionan como poco más que una pose.