La historia de Ana Parrales empieza en Ecuador con el padre de su hijo, pero al ver que la maternidad no acababa con las ganas de estudiar de Ana, él tiró por la tangente. «Me rompía el uniforme, me obligaba a quedarme en casa a cuidar del bebé». Ella tan solo tenía 24 años y unas ganas enormes de comerse el mundo. Y decidió marcharse a España con su hijo. Era 1999.

Ana vino con un permiso de trabajo, ahora ya tiene la nacionalidad. Siempre ha trabajado en la limpieza de oficina. «No tengo estudios», lamenta. Conoció a un hombre aquí, se enamoró y tuvieron dos hijos. Didiere y Aylin, que ahora tienen 13 y 9 años. «Yo hacía la comida, les vestía, les iba a buscar a la escuela, les llevaba a la cama...». Las labores del padre dejaban mucho que desear. «Como mucho, les sacaba al parque a jugar algún que otro sábado».

El peor momento fue en el 2013. «Me dijo que me había dejado, que había engordado y que de tanto cuidar a los niños me había olvidado de él». Literal. Y además, estaba conociendo otra persona. «Durante unos meses no pude dejar de llorar, pero luego pensé: ‘Tengo manos y piernas, puedo y debo seguir adelante’», cuenta con lágrimas en los ojos.

Ahora ve su vida y es feliz. «Me he convertido en un pulpo, tengo mil manos que llegan a todo», dice con una sonrisa. Pero las cicatrices no se olvidan. «He tenido que sacar fuerzas de donde no las había». El problema principal, su condena a la pobreza. Tener que cuidar de sus tres hijos le obliga a tener empleos a tiempo parcial, de menos de cuatro horas y un sueldo de 600 euros. Tuvo problemas para pagar el alquiler y la desahuciaron. Ahora vive en un piso de protección oficial.

Reconoce haber tenido remordimientos, por no decir depresión. «Mi hijo me dijo que quería dejar de estudiar para trabajar, pero no se lo permití». Eso es de lo que está más orgullosa, haber logrado que a sus 27 años su primogénito se gane la vida como electricista y ya se esté pagando un alquiler.

Su máxima hoy en día la tiene muy clara: «No te ates a ningún hombre, vive tu vida».