Hay mujeres que no se pueden permitir ir a la huelga. Pero hay otras cuya protesta es casi imperceptible, muy difícil de oír. Es el caso de las viudas. El franquismo las obligó a dejar de trabajar y la democracia las condena a vivir en la pobreza. Antonia era delineante. Cuando se casó, el despacho donde trabajaba le dijo que mucha suerte, que le fuera muy bien su nueva vida, que ahora le tocaba cuidar de sus hijos, y le enseñaron la puerta. Tan solo tenía 21 años, pero su vida ya estaba planeada.

Su amiga Roser Gómez era modista. Y le pasó lo mismo: «Cuando me casé, me dieron un finiquito». Eran otros tiempos. «Nadie quería emplear a una mujer casada y, además, para el marido era un deshonor», explican.

Y de aquellos polvos, estos lodos. «Ahora tenemos la pensión más baja». De jubiladas vivieron con las pensiones de sus maridos, pero al morir ellos les queda la mitad de la prestación de sus cónyuges. Es lo que se conoce como la pensión de viudedad. Roser, a los 70 años, aún recuerda una carta de la Seguridad Social dos meses después de la defunción de su marido. «Pensé: ‘Es mentira’. Pero no lo era. Después de varias evasivas, un funcionario del Estado se lo dejó bien claro: le tocaba vivir con 520 euros al mes.

Ahora miran las facturas de su casa con lupa. «En mi casa lo tengo clarísimo, con la manta voy sobrada», explica Agnés Vidal, que a los 75 años ve la calefacción y la luz como un lujo innecesario. Viven de las ofertas de los supermercados y de irse ayudando entre ellas. La carne y el pescado, para los días de fiesta. Otra cosa no, pero a la pobreza están acostumbradas. «Nosotras crecimos en la posguerra», sueltan con una carcajada.

En realidad, lo que más les preocupa es su vejez. ¿Qué pasará cuando empiecen las demencias, la incapacidad de andar o los problemas de corazón? «No lo sé. Lo que sí se es que una residencia, de mi bolsillo no me la puedo pagar», relata Antonia.