La Academia Sueca descolgó el teléfono el pasado 3 de octubre y marcó el número de Kip S. Thorne para informarle de que había sido galardonado con el premio Nobel de Física por describir las ondas gravitacionales. Ese objetivo se había convertido casi en obsesión en los últimos 50 años y el descubrimiento confirmaba -por fin- la teoría de la relatividad de Einstein.

El mismo día, el físico estadounidense lanzaba un comunicado en el que agradecía el reconocimiento pero, sobre todo, lamentaba no poder compartir el galardón con científicos e ingenieros implicados en el hallazgo. La Academia Sueca solo reconocía el premio a Rainer Weiss, Barry C. Barish y a él pese a que decenas de investigadores habían participado en el proyecto LIGO. «Es lamentable que el premio no pueda compartirse con más personas cuando este maravilloso descubrimiento es obra de más de mil personas. El premio pertenece a todos los ingenieros de LIGO que construyeron nuestros interferómetros y a los cientos de científicos que encontraron las señales de onda gravitacional», escribió.

Es incuestionable que la aportación científica de estos tres investigadores contribuyó de forma decisiva a culminar un proyecto que ha revolucionado la astrofísica, pero el tema arrastraba décadas de esfuerzo.

El motivo de esta decisión es que los estatutos de la Fundación Nobel estipulan que los premios solamente pueden ser compartidos por un máximo de tres personas: «Si una obra ha sido producida por dos o tres personas, se les otorgará el premio en forma conjunta. Pero en ningún caso puede ser dividido entre más de tres».

El investigador alicantino Francis Mojica, nuestro más sólido candidato a conseguir un Premio Nobel por determinar la existencia de las secuencias CRISPR -un descubrimiento que puede ayudar a la cura de enfermedades genéticas-, expresaba en octubre su disconformidad con el reglamento al considerar que actualmente es muy difícil simplificar descubrimientos complejos en tres individuos.

Los galardones se instituyeron como última voluntad del ingeniero Alfred Nobel en 1895 y las sinergias entre departamentos, universidades o equipos internacionales eran casi inexistentes en esa época. María Pedraza, doctora en neurociencia del CNIO y el Hospital 12 de Octubre, va más allá y cuestiona la evolución natural de los Premios Nobel. «Ramón y Cajal y Golgi compartieron el premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1906 y, en esencia, defendían hipótesis opuestas acerca de la organización del sistema nervioso», señala. Es decir, es como si Golgi defendiese que la tierra era plana; Ramón y Cajal determinase que es redonda a partir de la técnica utilizada por Golgi, y el comité de expertos concluyese que los dos fueron revolucionarios porque, sin la metodología de Golgi, Ramón y Cajal nunca hubiese sacado conclusiones acertadas.

«Ese escenario es casi imposible hoy -indica Pedraza-. El problema es que no se pone el foco en los investigadores que describen algo, que abren nuevos caminos, sino en el equipo capaz de aplicar teorías previamente descritas o patentar un concepto. Y eso amenaza el sentido primigenio de la investigación. Estamos yendo hacia la industrialización de la ciencia y es peligroso».