Le diagnosticaron un cáncer en los huesos a los 13 años. La enfermedad le obligó a convivir con la muerte durante dos años, hasta 1983. Reinsertarse en su vida de adolescente tras una enfermedad que solo logró extirparse del cuerpo tras una quimioterapia que interrumpió su desarrollo hormonal -e hizo que perdiera el cabello- y una operación que le amputó una pierna, sencillamente, resultó imposible.

Raúl P., que pide preservar su apellido en el anonimato, explica que vivió una adolescencia que no puede desear ni a sus enemigos. Debería haber sido una etapa feliz de su vida, porque lo es en la mayoría de casos. Pero sintió el rechazo de su entorno, porque una pierna no bastaba para hacer las cosas que hacían sus amigos y se aisló hasta convertirse en un «marginado». Sumergido en una depresión severa, la noche del fin de año del 31 de diciembre de 1986 quiso quitarse de en medio. Lo encontraron inconsciente, le llevaron de urgencias a un hospital donde le practicaron un lavado de estómago y, tras varios días en coma, despertó de nuevo a un mundo del que había pretendido huir.

Sus padres, aconsejados por un amigo de la familia, trataron de animarlo presentándole a un hombre que podría reconciliarle con los jóvenes de su edad. Al frente de las agrupaciones de escoltas, y metido en miles de actividades sociales, en las que podría buscar una grieta a su ostracismo, parecía la persona adecuada. Era el monje Andreu Soler, acusado ahora por ocho víctimas de abusos sexuales que han alzado la voz tras la denuncia inicial de Miguel Hurtado. Raúl P. es la número nueve. Según ha relatado a este diario, esto es lo que vivió en la Abadía de Montserrat.

«A finales de febrero cumplí 19 años. Me presentaron a Soler poco después. Él sabía que salía de una grave depresión que incluía un intento de suicidio. Y tenía que saber también -resultaba evidente que me faltaba una pierna- que guardaba relación con el cáncer que había superado de crío tras la amputación de una extremidad», explica. Soler invitó a Raúl al Monasterio de Montserrat, a una jornada de convivencias. En estas jornadas en la abadía, que incluían una pernoctación, sucedieron la mayoría de abusos denunciados en los últimos días. Que la proposición de Soler era una encerrona comenzó a ser evidente para Raúl tras aquella comida, porque ese día no había más escoltas y se quedó solo en la sala.

Hasta que llegó Soler. «Me abrazó muy fuerte. Creo que pensé que tal vez se tratara de alguna terapia espiritual. Lo comprendí poco después, cuando puso su mano sobre mis genitales. La aparté y respondió tomando mi mano para ponerla sobre los suyos. También la retiré. Pretendía tener relaciones sexuales completas conmigo y al sentirse rechazado, aunque no me forzó a seguir, hizo un comentario para mostrar su disgusto («Al final, siempre hacéis lo mismo») que con el tiempo me ha conducido a sospechar que estaba acostumbrado a hacer lo mismo con jóvenes en la misma situación que yo.

MASTURBACIÓN Y SILENCIO

Soler, visiblemente molesto tras la negativa, se masturbó frente a mí. aparté la mirada y dejé que terminara. Después él se marchó». A Raúl vinieron a recogerle sus padres el día siguiente por la mañana. Nunca comentó el episodio con nadie. Fingir que no había ocurrido no funcionó porque la depresión se agudizó y llegó un segundo intento de suicidio.

«Que mi primera vez fuera con un hombre depravado de la Iglesia no procedía». Cuando Soler abusó de él, Raúl era virgen y la manipulación no resultó sencilla de asimilar. «Le fastidió la vida, de crío había soportado las burlas de sus compañeros por culpa de la enfermedad y de la amputación. Después, un adulto que se acercó a ayudarle acabó abusando de él. Sé que tenía 19 años, pero era solo un niño», explica su mujer, que confirma el relato de Raúl. «A pesar de que sexualmente es muy activo y le encantan las mujeres, sigue teniendo dudas sobre su identidad sexual por culpa de Soler. Dudas que me han hecho sufrir».

Raúl reside hoy en día fuera de Cataluña, tiene una hija y le ha «perdonado», dice, «y más sabiendo que ha muerto».