Lejos del glamur de las fallas de categoría especial y de la uniformidad que se extiende por el resto de comisiones, existen otras fallas en Valencia. Tan tradicionales que acaban siendo raras, experimentales o de un alto contenido político. O todo a la vez. La falla Arrancapins, en pleno centro, lleva desde la Transición marcando su camino. «La falla es aconfesional y, como tal, ni va a la ofrenda ni organiza misas. Somos los únicos de la Junta que estamos fuera de concurso, porque creemos que las fallas son para colaborar y no hay motivo de competir, y desde 1991 no tenemos fallera mayor, porque las mujeres dijeron que no querían», explica Josep Lluis Romero, miembro de una falla en la que todo se decide en asamblea y que mantiene en su monumento, que hacen ellos mismos, una fuerte sátira que cree que casi todas las otras han perdido. «Las fallas se hacían para ridiculizar a un poder que no ha cambiado tanto pero, a nivel general, al fallero de calle no le importa mucho si su falla dice algo», lamenta.

Hay otras fallas que se desmarcan del resto por el diseño, como la de la calle de Corona, que este año sorprende con Sense permís. Ideada por Isidro Ferrer, premio nacional de diseño del 2002 y premio nacional ilustración en el 2006, su monumento son dos ninots blancos sin facciones, uno que carga una pesada y austera corona y otro que se sienta en una más pequeña. Arderá hoy como todas excepto una, la que está en el Centro Cultural El Carmen.

Alojada en un museo, Renaixement escapará de las llamas por segunda vez. Se trata de una reinterpretación del edificio de la Lonja de la ciudad y a sus grotescas gárgolas, creado por el colectivo Pink Intruder, el arquitecto Miguel Arráiz y el artista plástico David Moreno, para el Burning man del 2016. Es un evento que se celebra en el desierto de Nevada, donde durante dos semanas se crea una ciudad fantasma (Black Rock City) dedicada al arte y a la creatividad.

Un relato diferente

«Como el cartón genera pavesas, y allí hay vientos de más de 100 kilómetros por hora, no la pudimos quemar», recuerda Arráiz, que explica que la idea era «contar las Fallas de una manera diferente, porque normalmente se cuentan de forma muy turística, muy naíf».

«Por un lado, queríamos demostrar que pueden convivir diferentes lenguajes, porque aunque el nuestro es muy contemporáneo todo proviene de las tradiciones. También queríamos transmitir ciertos valores, como el trabajo de la comunidad, y por eso hicimos un mosaico en el suelo con más de 25.000 piezas en el que intervinieron 300 falleros. Luego está el tema del patrimonio, con la Lonja y las máscaras. Le pedimos al gremio de artistas falleros que rebuscaran cabezas de ninots en sus talleres y nos cedieron esos moldes, que en algunos casos tienen 60 años», resalta Arráiz.

Alejadas voluntariamente de cualquier institución, están las Falles Populars i Combatives, una propuesta abierta y autogestionada con mucho de fiesta y bastante de política, que nació hace más de una década en el distrito de Ciutat Vella. Este año, su himno es una versión del ya clásico Mierda de ciudad de Kortatu, rebautizado como Crema la ciutat.

«La idea es recuperar la esencia de las fallas, con su doble vertiente popular, de barrio y de crear comunidad, y la de la sátira y la crítica, y mirar a la cara a los poderosos y decirles estamos aquí, y hacerlo con música, alegría y juegos», dice un miembro de un colectivo que prefiere no tener caras visibles.

Su falla, que se planta en un solar junto al IVAM, es este año un barco-crucero que advierte de que, tras ser nombradas Patrimonio de la Humanidad, no se pueden construir las fallas para turistas de primera.

También invita a reflexionar sobre cómo se recibe a esos visitantes y cómo a los que llegan en pateras. El componente político y de protesta es el que mueve al colectivo intifalla, que durante años consiguió amargarle la mascletà casi cada día a la entonces alcaldesa Rita Barberá. Se han manifestado contra el autobús transfóbico de Hazte Oír y la violencia de género, y lo harán pidiendo el cierre de los CIES.