El 17 de junio de 2018, la flotilla del Aquarius desembarcaba finalmente en el puerto de Valencia tras ocho días navegando por el Mediterráneo sin recibir permiso para atracar en ningún puerto. El entonces nuevo presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, daba finalmente la aprobación para recibir a los 630 migrantes y las tres tripulaciones. Después de una semana navegando sin rumbo, y pesar del sufrimiento de esos cientos de personas y de la preocupación de las familias de las tripulaciones, que incluían a personal marítimo, médico y humanitario, varios gobiernos europeos se habían opuesto tajantemente a permitir su llegada. Más de 630 personas navegando por nuestro Mediterráneo siendo rechazados como si fuesen portadores de algún mal bíblico. El gesto del gobierno de Sánchez y de varios ayuntamientos españoles fue recibido positivamente por la sociedad en general, sensibilizada entonces por las campañas a favor de la acogida de refugiados.

Un año después, la situación solo ha empeorado enormemente y nos encontramos tan sumidos en nuestros ombligos políticos que olvidamos mirar a nuestro lado. Siguen muriendo personas en el Mediterráneo. A diario. Siguen llegando solicitantes de asilo y siguen entrando menores no acompañados.

Lo que no siguen, en cambio, son las misiones de rescate de las oenegés. Por no hablar de las misiones de rescate gubernamentales, finalizadas incluso antes. Cabe preguntarse pues hacia dónde va el futuro de las migraciones forzadas en la UE y qué escenarios posibles tenemos.

En primer lugar, las elecciones europeas han dejado una composición en el Parlamento algo menos terrible (en términos de representación xenófoba o anti migración) del que esperábamos pero, en cambio, son algunos de los partidos considerados democráticos o dentro del abanico no extremista quienes hace tiempo que han movido sus agendas hacia la no emergencia del asilo y la lentitud del reasentamiento y redistribución de migrantes.

Por otro lado, las sociedades europeas hemos rebajado u olvidado la presión social a favor de la acogida y nos hemos relajado en nuestros sillones. Ya no vemos imágenes de niños llegando muertos a las costas así que podemos comer tranquilos y discutir sobre las últimas elecciones. Cuando les vemos, no son niños ahogados sino niños que deambulan por nuestras ciudades y que, «quién sabe lo que querrán, seguro que se meten en problemas porque, fíjate, vienen de allí y ya no son tan niños». Son niños que han tenido que crecer muy rápido y lo han hecho sin adultos, sin protección y a merced de quienes los ven como una oportunidad para lucrarse. Los menores no acompañados son la cuarta ola de la crisis y que, al ver que los adultos ya no consiguen ni solicitar asilo empujan, permiten o ven cómo sus menores se arriesgan solos. Quienes llegan por mar o tierra arriesgando sus vidas bien merecen poder, al menos, solicitar asilo. El Aquarius debía ser solo el principio. Esperemos que para el Gobierno entrante no fuese un final.