Son las seis y media de la tarde. Roser Saine planta su desdibujado cuerpecillo, de poco más de 30 kilos, en el comedor del Instituto de Trastornos Alimenticios (ITA) de Cabrils (Barcelona), su hogar desde hace dos meses. Allí se enfrenta a su particular vía crucis: la merienda. En una de las mesas le espera un vaso de leche con galletas trituradas. No puede comerlas de otra manera, ha perdido todos los dientes. Es la cara oculta de la anorexia.

Roser cumplió 33 años el viernes, 16 de los cuales los ha pasado de hospital en hospital luchando contra una enfermedad que le devora. Como ella, miles de jóvenes se ven envueltos en la anorexia convencidos de que, en una sociedad dominada por la cultura de la delgadez, un cuerpo famélico es la tarjeta de visita de los triunfadores.

Historia de un desamor

Son más de la siete. Roser ya ha terminado. Hoy ha tardado menos de lo normal, parece que la presencia de la prensa la ha animado. Tiene ganas de contar su relato. "Quizá ayude a alguna chica a salir del infierno de la anorexia", explica.

La de Roser no es la historia de una adolescente tratando de emular a la modelo de moda, ni la de una chica obesa acomplejada, la suya es la crónica de un desengaño amoroso. "Un día mi novio dijo que me dejaba. Llevábamos cinco años saliendo y eso me sumió en una depresión. No tenía ganas de nada, ni de comer", relata. Comer poco y vomitar le ayudaba a sentir que era dueña de sus emociones.

La voz de alarma se disparó después de que los médicos le diagnosticaran amenorrea (pérdida de la menstruación), uno de los síntomas más evidentes de la anorexia. Por aquel entonces, Roser apenas rozaba los 40 kilos. Así empezó un sinfín de idas y venidas, sin éxito, por más de siete hospitales de Cataluña y Burgos. Hasta que hace tres años, tomó una drástica determinación: dejar de comer. "Sólo quería morirme y no hacer sufrir más a mi madre. Mi padre había fallecido y yo había tirado la toalla", confiesa.

Un rayo de esperanza

Los médicos decidieron alimentarla colocándole una sonda directa al estómago. Desde entonces y hasta su ingreso en el ITA de Cabrils, Roser no había vuelto a comer por vía oral. "Sé que ésta es mi última oportunidad. En este centro se recuperan muchas chicas y eso me da fuerzas para continuar", dice.

Aunque Roser ha dado un gran paso reconociendo su enfermedad, no ha podido superar su temor a ganar peso. El espejo sigue siendo su gran enemigo. "No me gusta lo que veo, una cara que no es la mía y unas formas gordas". Roser mide 1,60 m. y pesa 31 kilos (pero no lo sabe), tres más que cuando llegó al ITA en febrero. Piensa que pesa 45. Es lo que cree ver.

La directora del centro, Montserrat Sánchez, dice que en casos como el de Roser "convertir la enfermedad en crónica es un éxito". "El objetivo es que ocupe uno de nuestros pisos terapéuticos y lleve una vida normal", explica. Roser se conforma con "ser feliz" y dejar de sentirse "tan sola".