«El problema de la Isla de Buda es que aquí no hay votos, hay patos», suelta Guillermo Borés mientras una majestuosa garceta grande extiende sus inmaculadas alas blancas sobre su cabeza. Sí, los patos se cuentan a centenares, a miles -hay 14 variedades- en este espacio privilegiado del delta del Ebro. Y a su lado, pasean su elegante porte los bellísimos flamencos. También hay caballos de la Camarga que, con sus poderosas patas, ejercen de cortacéspedes. E intrusos como el cangrejo azul y el caracol manzana, una pesadilla para los arrozales.

Cuenta Borés que este patrimonio medioambiental «a la altura de la Sagrada Família» hay que agradecérselo a su abuelo. «Era un gran enamorado de la naturaleza y conservó los humedales en vez de transformarlos en arrozales, como sucedió en la mayor parte del delta». De hecho, fue su afición al tiro al pato la que salvó las lagunas y a sus preciados inquilinos. Joan y Pere Borés, que adquirieron la isla en 1924, continuaron la actividad cinegética lúdica y la pesca en los Calaixos, mientras los propietarios de fincas vecinas se pasaban al cultivo del arroz, más productivo, haciendo desaparecer sus zonas lacustres.

«Mi familia ha hecho una gestión modélica de los recursos naturales de esta isla, respetando los ecosistemas en lugar de realizar una explotación agrícola intensiva», explica el nieto, que prosigue en solitario la quijotesca batalla para la supervivencia de este paraje de rica biodiversidad. Ya no puede pescar en las lagunas -en manos del Estado «tras ser ilegalmente expropiadas en 1990 a sus propietarios, a los que no se otorgaron los usos, como establece la Ley de Costas como pago compensatorio»-. Solo puede hacerlo en un canal, donde la actividad se reduce hasta el 20%.

El acceso a este triángulo invertido -con dos de sus lados abrazados por el río y el tercero, por el mar-, sito en Sant Jaume d’Enveja, un nombre revelador, está restringido. Sí se puede visitar haciendo turismo rural (o científico) en la finca de la familia Borés, una masía que hacia mediados del siglo XX, cuando se instaló medio centenar de familias para cultivar el arroz, contaba con iglesia-escuela y cantina. «Se celebraban muchas fiestas, había mucha música y diversión», cuenta con añoranza Borés. Hasta que apareció la maquinaria agrícola y desaparecieron los colonos.

Hay que aclarar que el nombre de Buda no tiene nada que ver con la doctrina de la iluminación, aunque su paisaje zen es de lo más indicado para meditar y alcanzar el nirvana. Se dice que deriva de una planta típica de las lagunas, boga, en extinción, y Borés añade otra posibilidad: viene de la pudor (putrefacción) que se asociaba a las zonas lacustres.

Borés se confiesa: está cansado de luchar contra unos gigantes que le ignoran a él y a todas las criaturas de este cacho del delta. «No les preocupa. Es muy duro que los del parque natural no quieran debatir los problemas». Nadie se moja. Y ahí están los patos, y el resto de huéspedes de las lagunas de agua dulce, con la sal al cuello.