El silencio se extendió por el Cerro de la Corona de Totalán la noche del 26 de enero cuando los mineros de la Brigada de Rescate ascendieron de las profundidades con el cuerpo del pequeño Julen. Atrás quedaban 13 días de lucha titánica contra la montaña, plagados de tensiones y emociones a flor de piel, que algunos de los 300 participantes en el dispositivo de salvamento reconocen que les dejó huella. "No hemos abandonado la montaña todavía, hay una parte nuestra en el cerro", confiesa Ángel García, el ingeniero que coordinó el operativo. "fueron tantas vivencias, y tan intensas, que uno no se termina de desenganchar de aquello".

Tampoco es fácil de olvidar para Julián Moreno, entonces jefe de Bomberos de la Diputación de Málaga y uno de los primeros en llegar y ver la magnitud de lo que ocurría. Aunque está habituado a situaciones de tensión, el caso se le quedó en la cabeza por las circunstancias: un niño de corta edad, un angosto y profundo pozo, una montaña que se resistió y la oleada de esperanza y solidaridad que se desató y que les impulsaba, conceden ambos, a "no tirar la toalla en los momentos más difíciles". De fondo, una sensación agridulce: "Hicimos todo lo posible para sacarlo cuanto antes y devolverlo junto a sus padres, aunque al final fuera lamentablemente sin vida".

Moreno considera que con aquel rescate estaban "escribiendo la historia, porque por mucho que buscaron, no había referentes de cómo actuar. "Aprendimos qué funciona o tiene visos de funcionar si se produce una situación similar, porque la probabilidad de que se repita un caso parecido es aleatoria y caprichosa, con tantos pozos como hay", desliza. En su haber atesora el mérito de que, en plena tensión sobre cómo podían bajar los mineros al fondo del pozo, diseñó a vuela pluma una cápsula que les protegiera. "Ya no solo era rescatar al niño; nuestra labor era también que todos los trabajos que se estaban haciendo allí se desarrollaran con seguridad".

García se enteró de la caída del niño ese mismo domingo por las noticias, y quedó conmovido, como gran parte del país, a medida que se conocían los detalles del pozo. "Era imposible que se hubiera caído por un hueco del tamaño de un plato, pero había ocurrido". El lunes se incorporó a las labores de rescate y poco a poco fueron tomando constancia de la dimensión del reto: no solo el tamaño del pozo y su profundidad, sino también los accesos infernales, la orografía abrupta y la complejísima geología que obstaculizaron sobremanera el salvamento. "Íbamos trabajando a ciegas", coincide con Moreno, y no solo porque no había posibilidad de apoyarse en estudios previos o de modificar el punto en el que hacer la perforación, sino porque en ningún momento llegaron a contemplar al niño en el interior de la cavidad.

Evitar vibraciones

Esta situación, continúa García, les dio esperanzas de pensar que el niño podía seguir con vida, y eso condicionó enormemente las tareas de rescate, ya que se trabajó en cierta medida de una forma menos agresiva para evitar que cualquier vibración de tierra pudiera repercutir en el punto donde se encontraba el pequeño. "Siempre, siempre, trabajamos con la hipótesis de que Julen estaba vivo", subraya. Y a ello se afanaron, impulsados por la "enorme energía positiva" que se extendió entre los cientos de personas que ese enero poblaron la montaña para ayudar. "Sabíamos que, por mucho que se empeñase la montaña, de allí no nos íbamos sin el niño", indica el ingeniero, quien confiesa que ese convencimiento del trabajo bien hecho y de haber dado el mayor esfuerzo posible es lo que les ayudó a "seguir adelante.