Los sistemas que acondicionan el aire para reducir la temperatura ambiental en verano son estructuras complejas que obligan a los bronquios y a la laringe a una continua adaptación para que el flujo que llegue al interior de los pulmones no difiera en exceso de los 35 a 37 grados en que se mantiene el cuerpo humano.

La adaptación a ambientes que difieren en exceso de esa temperatura puede no ser perfecta y propiciar una rinitis que cause un goteo nasal imparable, una faringitis que dure todo el verano, una contractura cervical o un resfriado inducido por alguno de los virus respiratorios ubicuos en el aire, advierte el neumólogo Xavier Muñoz, adscrito al Hospital del Vall d’Hebron.

El aire refrigerado es, además, demasiado seco, y también exige que el cuerpo lo module. «El oxígeno que contiene el aire acondicionado, de extrema sequedad, quema los conductos respiratorios -afirma Muñoz-. Las células bronquiales mantienen un esfuerzo constante para humidificar el aire que les llega, hasta adaptarlo a una temperatura fisiológica para el individuo».

Es fácil comprobar las consecuencias del oxígeno en cualquier elemento vivo, añade el neumólogo: basta observar qué ocurre con una naranja que se parte y se deja al aire. «En un par de horas, el oxígeno la convierte en un fruto arrugado y envejecido -dice-. El organismo humano ha de soslayar todos esos contrastes: el cuerpo es el que en realidad hace de acondicionador del aire exterior», concluye Muñoz.

Los filtros de las torres de refrigeración de los grandes edificios y los de los sistemas de aireación eléctrica de los domicilios, deben permanecer limpios, advierten los especialistas. Esos filtros, y los compresores de los aparatos domésticos que generan calor y condensan la humedad, favorecen que aniden y crezcan microorganismos que habitualmente están en el ambiente, como la bacteria legionela o los hongos, uno de ellos el aspergillus. Estos proliferan en ambientes que el aire acondicionado mantiene a 16 o 18 grados.