Poner a seres humanos en la Luna requirió 25.000 millones de dólares y una década de trabajo enloquecido de miles de personas. ¿Mereció la pena aquel esfuerzo? Cincuenta años más tarde, «el balance es absolutamente positivo», declara Ignasi Casanova, director del Instituto de Técnicas Energéticas de la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC). «Es cierto que hay temas más urgentes, pero enviar una misión a la Luna es más barato que construir aviones de combate, por ejemplo», argumenta.

«¿Deberíamos dejar de gastar dinero en museos u obras de arte porque hay maneras mejores de gastarlo? Para mí, ir a la Luna forma parte de la misma categoría», afirma Haym Benaroya, profesor de ingeniería aeroespacial de la Universidad Rutgers.

Lo cierto es que esa misión dejó una larga cola de aplicaciones tecnológicas. Del proyecto salieron productos tan comunes como los pañales empleados por los astronautas.

Pero también materiales más complejos, como el teflón para las coberturas térmicas y los materiales compuestos y las aleaciones de metales que podían resistir grandes fuerzas y altas temperaturas. «Esas invenciones se trasladaron a la aviación e impulsaron industrias como Boeing», afirma.

Los astronautas llevaban sensores de sus constantes vitales que luego se trasladaron a la telemedicina. Y, sobre todo, el programa impulsó la fabricación y la programación de ordenadores. «La medicina, la energía y la alimentación no se habrían desarrollado igual sin Apolo».

Pero el impacto fue más allá de la astrofísica. «El proyecto creó infraestructuras que han servido para estudiar la edad de la Tierra, su evolución, el cambio climático, etcétera», afirma Casanova. «Se ha comprobado que durante los años del programa Apolo, aumentaron los estudiantes en STEM [Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas] y Medicina», afirma Benaroya.