El estigmatizado barrio en el que ayer, víspera de Reyes, se produjo un terrible incendio con tres víctimas mortales y decenas de heridos es un barrio aluminoso, no solo arquitectónicamente, sino socialmente, por cómo nació, un claro ejemplo de barraquismo vertical, y por cómo ninguna administración política competente ha dado todavía con la tecla que revierta la situación. No ha sido por falta de ganas. Sant Roc tiene metro, tranvía, bus y hasta carril bici, justo delante del edificio siniestrado. No es un suburbio en las orillas del área metropolitana. No es un barrio de calles angostas, mal ventiladas y peor iluminadas. Hasta se podría decir que geográficamente tiene ventajas envidiables. Pero desde sus orígenes tiene estigmas. Antes de ser un barrio, aquello era un terreno pantanoso, empapado por la cercanía del río Besòs, una tierra de cultivo fértil, pero los años 60 fueron muy bestias en este país. Barcelona tenía la urgencia de poner fin al barraquisimo del Somorrostro y de las laderas de Montjuïc y las autoridades, entre otros terrenos, eligieron aquel humedal para levantar barracas de ocho y 10 pisos.

Allí fueron a vivir primero los barraquistas de Barcelona y víctimas de la riada del 62. Los pioneros de Sant Roc fueron gente que o no tenían nada o lo acababan de perder todo. Así sucedió en otras partes del área metropolitana, a veces con mayores penas, como Bellvitge, lejos de todo, con calles embarradas y ningún equipamiento, y, en cambio, medio siglo después esos otros lugares son paradigmas de la vida de barrio. En el Sant Roc duro, ese milagro urbanístico no ha tenido lugar.

El pasado invierno, con la llegada del frío, los vecinos salieron a la calle. Habían sufrido una cadena de cortes de luz. Cortaron la calle. La compañía dijo que el problema era que demasiados vecinos se conectaban irregularmente a la red y que literalmente saltaban chispas.