Oriente y Occidente iniciaron sus discrepancias sobre las mascarillas en 1910, en Manchuria. Hasta ese frío confín de la China septentrional llegó el joven doctor Wu Lien-teh para lidiar con una plaga neumónica que mataba al 99,9 % de los infectados. Pronto descartó el contagio por ratas y pulgas y apuntó a la transmisión entre humanos. Enrolló algodón entre varias capas de gasas, agregó una cuerda y ordenó el uso de esa protomascarilla para el personal médico y los enfermos. La ignoró el reputado doctor francés Gérald Mesny y murió infectado días después. Wu es recordado como el artífice del fin de una plaga que costó 60.000 vidas.

Una década más tarde, cuando arreció la gripe española, el mundo entero recuperó las mascarillas. Y después, Oriente y Occidente separaron los caminos para siempre: la segunda las enterró y nunca han faltado en la primera. Influye la retahíla de epidemias que ha sufrido el continente, desde la gripe asiática a la aviaria pasando por el SARS y el MERS. En tiempos de crisis, la mascarilla revela un compromiso solidario por proteger a la comunidad de la misma forma que su ausencia descubre el egoísmo. Es, de nuevo, esa oposición entre la sociedad de raíz confuciana que prioriza al grupo frente al énfasis occidental del individuo que también explica el diferente celo en el cumplimiento de las cuarentenas.

Fuerza mayor

Los caminos que conducen a una mascarilla, sin embargo, no se agotan en los gérmenes. La medicina tradicional china, extendida en Asia, identifica la inhalación del 'feng' o aire dañino como la principal de las seis causas externas de enfermedad. En Pekín, antes de que el Gobierno se preocupara por atajar la contaminación, las mascarillas integraban el equipo cotidiano de defensa junto a las aplicaciones del móvil sobre la calidad del aire y la máquina purificadora en casa. En Hong Kong fueron adoptadas durante las fragorosas protestas del pasado año para evitar la identificación. El SARS acabó con el estigma en Taiwán y hoy muchos se blindan del frío o del sol con ellas. Pero ningún país las ha adoptado con más fervor que Japón.

Influyeron causas de fuerza mayor, como el gran terremoto de Kanto, que en 1923 suspendió ceniza y humo durante semanas o la contaminación que dejó la febril reconstrucción del país tras la Segunda Guerra Mundial. Las mascarillas se han extendido en las últimas décadas en una sociedad que se esfuerza por protegerse de la uniformadora globalización. Garantizan el anonimato y previenen de la interacción, ocultan las expresiones de alegría o tristeza, disimulan la falta de maquillaje y muestran cortesía higiénica. Salir enfermo a la calle con la cara desnuda es una oprobiosa grosería en Japón.

Amplia oferta

El éxito ha empujado a las mascarillas desde el sector sanitario al de la moda. Los jóvenes disponen de una colosal oferta de formas, colores y estampados servida por los más reputados diseñadores. Es una industria en constante expansión que creció desde los 500 millones de dólares en el 2011 a los 4.400 millones en el 2018, según el medio Nippon.

Ningún aspecto ha separado más a Oriente de Occidente durante la pandemia del coronavirus que las mascarillas. En Asia se asumieron como innegociables desde el primer día, han integrado el paisaje ciudadano y muchos países multan a los que no las llevan. Europa y Estados Unidos han tardadao semanas en cambiar la tendencia. "Su ausencia ha sido clave para que el virus se expandiera de forma invisible. Las mascarillas sirven para evitar el contagio de los asintomáticos y de los presintomáticos", desvela por teléfono Gerardo Chowell, profesor de Epidemiología y Bioestadística de la Universidad del estado de Georgia (Atlanta).