China ha vuelto a fulminar la época imperial un siglo después de la revolución comunista. No ha sido Mao esta vez, sino la censura, y los emperadores no han sido expulsados de la Ciudad Prohibida, sino de la parrilla televisiva. Las celebérrimas series de época que retratan la vida de palacio han sido prohibidas porque su menú de intrigas, lujuria y pompa atenta contra los severos valores comunistas.

Su condena llegó por sorpresa el mes pasado en un editorial del Diario de Pekín. El texto aludía al impacto negativo de esa ola de dramas históricos que glorifican el pasado imperial frente a los sacrificados héroes de la revolución. A los productores, descubría, les interesaba más el éxito económico que publicitar «las virtudes de la frugalidad y el trabajo duro». Esas cosas, efectivamente, aún se echan en cara en China. Enumeraba las series como quien recita la lista de los condenados al patíbulo: El amor real de Ruyi en palacio, La historia del palacio de Yanxi…

La sentencia fue cumplida con celeridad. La primera fue sustituida el lunes siguiente por un reality show y en lugar de la segunda se emitió una comedieta de jovenzuelas de Shanghái afanadas en pintarse las uñas y buscar marido.

DETALLISMO

Los dramas imperiales no son nuevos. Una serie basada en una obra de la novelista taiwanesa Chiung Yao fue un éxito 20 años atrás. Pero las actuales han ido más allá. La historia del palacio de Yanxi ha renunciado a las estrellas de salarios millonarios e invertido en recrear con detallismo entomológico los escenarios y los vestuarios de época. Cada capítulo es una lección de historia. También se notan los guiones maduros y realistas que superan esa infantil moralina de que la bondad siempre es recompensada. El palacio, donde las concubinas pugnan por la atención del emperador, es un ecosistema hostil y brutal que lamina a los débiles. La heroína, Wei Yingluo, no es pura ni frágil ni inocente. Trepa en la jerarquía del concubinato con inteligencia, marrullerías, traiciones y ni un gramo de moral. Su personaje está basado en Xiaochun, quien recibió tras morir el título de emperatriz. Ninguna otra mujer de etnia han lo logró durante la dinastía Qing (1644-1911) de los manchúes.

Es evidente también ese aroma feminista en tiempos del movimiento #Metoo. Los sociólogos miden la contribución de la serie al feminismo y las mujeres han visto representada en la feroz Wei su lucha contra el estereotipo confuciano de la sumisión y la tolerancia. Sobran, pues, las razones para su éxito. La serie, de 70 episodios, ha arrasado todos los récords desde que empezó a emitirse en verano en la plataforma iQiyi, el equivalente chino de Netflix. Fue la más seguida durante 39 días consecutivos y acumula 5.000 millones de visionados.

También es el producto televisivo más buscado en Google. Muchas descargas y búsquedas llegan del resto del mundo. La serie ha sido vendida en 70 países y traducida a 14 idiomas, el inglés y el árabe entre ellos. Se intuye como un arma poderosísima de «poder blando» para dar a conocer China en un mundo monopolizado por los referentes culturales de EEUU. Su éxito ha servido para subrayar los nexos con territorios que pasaron relaciones mejores con Pekín como Hong Kong y Taiwán. El Ministerio de Asuntos para Taiwán aludió a la serie como corolario de «la cultura compartida».