En la prisión de Folsom (California), catalogada de «máxima seguridad», convictos se reúnen semanalmente para hacer una terapia de grupo que forma parte de un programa de rehabilitación. La mayoría de esos presos cumplen condenas largas por crímenes violentos o relacionados con bandas, es decir, no es fácil para ellos decidirse a sentarse en círculo y mostrarse al desnudo, mostrarse vulnerables, ni escuchar atentamente lo que tenga que decir el miembro de una pandilla contraria. Pero lo hacen, a pesar de lo que eso pueda suponer una vez se vuelva a la vida en el patio.

Dos veces al año, comparten esa terapia compartida con gente de fuera durante un largo e intenso fin de semana. En uno de ellos, de hace nueve años, se coló el director Jairus McLeary para rodar (al alimón con Gethin Aldous) un documental fascinante: The work. Almas entre rejas, que ha llegado a Movistar+, un año después de ganar el premio a mejor documental en el festival SXSW.

¿Cómo puede ser que antiguos miembros de la Hermandad Aria, los Bloods o los Crips se dejaran capturar por las cámaras en pleno exorcismo emocional? Todo se explica porque McLeary, como sus hermanos Eon (productor) y Miles (productor y montador), eran habituales del programa, en el que habían sido voluntarios durante seis o siete años. Su padre, el psicólogo James McLeary, preside la oenegé The Inside Circle Foundation, que está detrás de esta iniciativa.

«Cuando propusimos la idea a los presos», explica Jairus McLeary en afable conversación por Skype, «la mitad dijo no y la otra mitad dijo sí. No fue tan fácil hacerles entender lo positivo de todo esto. Y no queríamos hacer nada sin su bendición, porque, al fin y al cabo, ellos iban a ser nuestros principales colaboradores. Al final, supieron comprender que, gracias a la película, la gente entendería que muchos de ellos son seres humanos tratando de mejorar como personas».

No se trata de una película cualquiera, es una experiencia. Y se puede decir que transformadora. El espectador está tan cerca de los presos como los outsiders integrados en el grupo en ese fin de semana concreto: Charles, un camarero de Los Ángeles; Chris, empleado de un museo, y Brian, maestro auxiliar. Junto a ellos, hombres condenados por matar o, en el caso del indio americano Dark Cloud, dejar a uno paralítico tras tratar de cortarlo en dos.

«Queríamos que el espectador se sintiera ahí dentro», dice McLeary. «Y se sintiera incómodo, o removido de algún modo». Es insólito lo rápido que uno puede empezar a sentirse no tan diferente de gente condenada por asesinato. La humanidad emerge de forma intensa tan pronto como los convictos empiezan a permitirse dejar caer algunas piezas de su armadura.

Humanidad

«Las cárceles existen por varias razones», explica el codirector. «Para proteger a la gente, porque hay personas que hacen daño a la sociedad. Para recordar que hay que cumplir unas normas. Pero también para que toda la gente supuestamente normal pueda olvidar los problemas de la sociedad. Pagas unos impuestos, esos impuestos van al sistema y te puedes dedicar a ver reality shows. Sin embargo, nunca he visto una humanidad tan verdadera como entre esas cuatro paredes. Es algo increíble y queríamos mostrarlo».

Muchos de los presos parecen víctimas de una visión obsoleta de la masculinidad inculcada por sus mayores y según la cual no está bien llorar, ni mostrar emociones, ni ser realmente uno mismo. «Rodamos esta película hace nueve años, debió salir en la era de Obama, pero acabó saliendo en la era de Trump, cuando solo tienes que encender la televisión u hojear un periódico para ver infinitos ejemplos de masculinidad tóxica. Está por todas partes. No es solo gente violenta, o gente que se aprovecha de su poder para practicar el acoso. También se da en formas menos visibles».

Actualmente, Jairus McLeary da vueltas a un proyecto sobre las dificultades de la reinserción social pospenitenciaria. Planea seguir haciendo documentales sin miedo a la emoción: «Hace un tiempo, no tan lejano, los documentales eran fríos y secos y no estaba permitido ir más allá del reportaje investigativo. Pero la subjetividad ha dejado de estar mal vista. Es algo liberador».