Para quienes desde el antifranquismo vivimos la transición como un recurso para recuperar las añoradas libertades democráticas de una forma ordenada, tras la muerte del dictador, el dilema no siguió siendo entre monarquía y república sino entre dictadura y democracia; Santiago Carrillo abanderó aquel debate que arrastró a la mayor parte de las organizaciones de izquierda y aunque los años le han dado la razón y la monarquía constitucional sellada con el referendo de 1978 ha supuesto un largo periodo de estabilidad democrática, no es menos cierto que el peso de la coyuntura histórica se impuso al sentir republicano de la izquierda.

La exquisita neutralidad constitucional mantenida en el devenir político del país, unida a la enorme ascendencia sobre las fuerzas armadas del antiguo régimen, dio al monarca un papel determinante en la crisis del 23 de febrero revalidando el compromiso con la democracia y las libertades. La autoridad moral conseguida, unida a una ejemplaridad familiar ensalzada por unos medios de comunicación entregados, han posibilitado que durante años la Jefatura del Estado viva en una idílica burbuja pinchada con el procesamiento de su yerno y la declaración ante el juez de su hija.

La crisis institucional está poniendo en cuestión la transición, los partidos, las organizaciones empresariales y sindicales, la Justicia... y también la Jefatura del Estado: es tan grande la quiebra de valores y la desconfianza de los ciudadanos que la modernización y desarrollo de estos 39 años de brillante reinado no sofocan el incendio de los escándalos en torno a la Casa Real y la opacidad en su funcionamiento. La abdicación desea cambiar este panorama y dotar de aires nuevos la Zarzuela, pero de la misma forma que las circunstancias históricas condicionaron el devenir de esta monarquía, los momentos actuales suponen reformas en profundidad que tocarán más pronto que tarde la Constitución. Es el momento de una consulta sobre la forma de Estado, sin empujones, con sentido democrático.