En El Ensanche barcelonés, de los balcones cuelgan esteladas y pancartas con el «sí». De vez en cuando, una rojigualda. División de opiniones. De todas maneras, muchas ventanas y miradores siguen desnudos. No tienen bandera. Entonces te paras a mirar, desde la esquina de Balmes con la Rambla de Catalunya, y ves la vida desarrollarse con absoluta normalidad. El día de antes se proclamó la República independiente. Pero si no lees los periódicos jamás lo sabrías. Es el momento en que empiezas a maliciarte que no has llegado a una ciudad transportada por la fiebre de la insurrección y el fervor soberanista. Y si te quedas allí veinticuatro horas, todavía podrás ver no a las muchedumbres secesionsitas convocadas por ANC, Omnium y los partidos que respaldan al Govern, sino a miles, decenas de miles, cientos de miles de españolistas que acudirán a la manifestación de Sociedad Civil Catalana revestidos de banderas constitucionalistas (u oficiales, o nacionales o monárquicas, si prefieren), que les cuelgan por la espalda a modo de flácida capa de superhéroe.

El desenlace de las jornadas que no estremecieron a nadie porque al final nadie se las tomó en serio, plantea una incógnita fundamental: ¿Cómo es posible que el sábado y el domingo los cargos de la Generalitat, los cuadros del separatismo, los organizadores, los mossos adeptos, los intelectuales orgánicos y por supuesto los dos millones de patriotas desapareciesen... para llenar las playas, las calles, los restaurantes y los bares, justo cuando la decisión rupturista tomada en el Parlament les exigía mantenerse movilizados y siguiendo algún plan de acción?

Incomprensible. Puigdemont se había ido a Gerona (de donde el lunes saldría hacia Marsella y luego a Bruselas). Junqueras descansaba. Anna Gabriel quizás estuviese aprovechando el finde para pasar por la peluquería o ir a clases de mambo. Los estados mayores del independentismo reservaban fuerzas. La playa de la Barceloneta estaba llena (como toda la costa). El Barrio Gótico y La Boquería, atestados de guiris.

No cabe imaginar que este país y su hermosa capital pudieran llegar a ser escenario de una rebelión digna de tal nombre. La situación no encaja en el paisaje ni en el PIB ni en la renta per capita ni en ninguna lógica. Barceloan es una gran ciudad, burguesa, confortable, bulliciosa, liberal y abierta. El 36 queda muy lejos. Y aun entonces...

Hablas con catalanes de cualquier tendencia y resulta que, salvo los más entregados a las respectivas causas, la mayoría están hasta las narices del barullo y la monserga. Y el surrealismo siempre presente. Ahí está Paco Frutos, el viejo comunista, del brazo con Arrimadas y Albiol. Los manifestantes unionistas le aplauden con entusiasmo. Ya son las dos, te dices. Vamos a coger sitio para comer, que esto está petado.