El fallecimiento de una persona pone de relieve el reconocimiento de los valores y los méritos que en tantas ocasiones se le negaron en vida. Este es el caso del expresidente Adolfo Suárez quien en tantas ocasiones durante su vida activa fue objeto de aceradas críticas e incomprensiones y solo cuando la enfermedad ya había hecho mella en él, tuvo el paliativo de los reconocimientos institucionales. Hoy, con motivo de su fallecimiento, el pueblo español se apercibe de la grandeza histórica del que fue, posiblemente, el mayor estadista que tuvo nuestro país durante el siglo XX.

Suárez estuvo poco tiempo al frente del Gobierno, poco más de cuatro años, una legislatura que se diría ahora. Pero la intensidad de los momentos que le tocó vivir y las consecuencias de su dirección y liderazgo, cambió la historia de España y la colocó en el camino para integrarse en el concierto de naciones democráticas y desarrolladas del mundo.

No hay duda de que Suárez fue un hombre trascendental en el nacimiento y desarrollo del derecho de libertad sindical y de asociacionismo empresarial. Ya en abril de 1977, antes de que se aprobara la Constitución, se promulga la Ley de Asociacionismo Sindical que recoge en un breve texto, el derecho a la creación de sindicatos libres en España, así como el correlativo a la creación de asociaciones de empresarios. Posteriormente ambos principios merecerían el refrendo constitucional en los artículos 7 y 28 de la Carta Magna, en los que expresamente se articula la función básica que, en el nuevo Estado de Derecho, tendrán los sindicatos y las organizaciones empresariales. Las asociaciones de empresarios nacieron al amparo de la nueva legislación en un entorno muy complicado desde el punto de vista social, político y económico en nuestro país. En el año 77 el régimen franquista, de facto, había dejado de existir. De la clandestinidad, o del exilio, surgían organizaciones e ideologías que durante decenios habían estado proscritas. Y había miedo, mucho miedo en España, a la revolución, a la ruptura, a la involución, en definitiva a la violencia que había marcado los últimos cien años de España.

Además, nuestro país se debatía en una crisis económica profundísima. La inflación era de dos dígitos y la credibilidad de las finanzas españolas en el exterior era nula. La conflictividad laboral crecía de forma exponencial. Además, la primera reconversión industrial asomaba su cara anunciando la caída de sectores productivos entonces claves en la economía. Incluso el turismo se veía afectado por el nacimiento de nuevos destinos y la inestabilidad del nuestro.

Enfrentar retos tan abrumadores fue la tarea de Suárez, y a ello contribuyeron, también los legalizados sindicatos de clase y las recién nacidas organizaciones empresariales. La posición de unos y otros se moderó progresivamente, la negociación colectiva se generalizó a lo largo del país, se articularon pactos de rentas, se crearon cauces de diálogo para la resolución de las discrepancias, y se establecieron mecanismos para procurar consensos en al ámbito económico.

Hay quien opina, que el nacimiento de las organizaciones empresariales en España, fue la consecuencia del temor que suscitaban unos sindicatos de clase estructurados en la clandestinidad, con posiciones ideológicas de base marxista, y bien asentados en las empresas, y que su misión primigenia fue la confrontación empresarios--trabajadores.

Esto tiene algo de cierto. Pero afortunadamente, como con tantas cosas que sucedieron en la época, el compromiso de unos y otros, en un entorno que hacía perceptible para los españoles la trascendencia del momento histórico que se estaba viviendo, hizo posible la normalización de la convivencia en el seno de las empresas españolas y la homologación del diálogo social en España con los modelos que regían en los países de nuestro entorno.

Los españoles en general, podemos estar orgullosos de lo que se construyó en aquel tiempo. Ojalá nuestros hijos puedan decir lo mismo de lo que estamos haciendo ahora.