Cuando uno se acerca al zaragozano cementerio de Torrero y ve el volumen de coches enfilados en la misma dirección piensa que tras los muros que lo rodean el caos va a ser similar. Nada que ver. Porque por las calles del camposanto, llenas estos días, el silencio solo lo interrumpen las personas que portan sus escalerillas al grito de «¡Escaleras!, ¡escaleras!» Ni las conversiones de los corrillos espontáneos que se forman incordian, todo lo contrario, lo llenan de vida.

Porque hasta en el cementerio un aragonés es capaz de coger un capazo. Es lo que les pasó a Ángel, Presen, Teófilo y su mujer, vecinos del barrio de Torrero que, casualidad, se encontraron en el cementerio viejo. Unos fueron de paseo vespertino y otros al tanatorio. «Suelo venir con cierta frecuencia, pero no para quedarme», bromeaba Teófilo, que junto a su mujer recorrio la zona vieja hasta llegar la fosa común.

Su mujer, vergonzosa ante los medios, acabó confesando que tiene muy claro que quiere que la incineren y que la depositen en esta sepultura. «Ahora está preciosa. Por que la han reformado ¿no?», pregunta para responderse a sí misma afirmándolo. Dice que se quedará más tranquila si acaba en la fosa porque así tiene la certeza de que siempre tendrá flores y, además, estará acompañada. Dicho esto decide que es hora de volver a casa, antes de que anochezca. «No es por miedo ¿eh?», asegura mientras se agarra a Teófilo que se despide diciendo que hasta los «ciento cien años» no piensa morirse.

Ángel y Presen han elegido otra ruta tras la conversación, dirección al tanatorio atravesando el cementerio viejo. Mientras que Ángel explica que suele visitar el camposanto «cada tres o cuatro semanas», Presen solo lo hace por obligación. «A mí no me gusta». Con tanto paseo entre los nichos, Ángel dice que puede garantizar que con el paso de los años se ha mejorado mucho la escena urbana. Lo mismo opina Mario Estopiñá, que cree que tendría que incluirse en las rutas turísticas un paseo por el cementerio. Asiduo a las visitas guidas de GozArte, su mujer Carmen Pueyo limpia con esmero el granito de la tumba de su familia. «Hasta mis tatarabuelos están enterrados aquí», explica. Y sus abuelos, -«ojo, maternos y paternos»-. Y su madre, pero en este caso en una urna con cenizas. «Y nosotros acabaremos aquí», apunta su marido.

Las dimensiones del cementerio son tales que es difícil orientarse. Encontrar la fosa común preguntando requiere de paciencia porque uno acaba dando vueltas en todas las direcciones. Salvo que te encuentres con María Pilar Lázaro, una octogenaria que ha aprovechado la visita de sus hijos a la ciudad para acudir al cementerio y, de paso hacer de guía, porque se lo conoce al dedillo. «Es que son muchos años», comenta mientras va mirando las fechas de las lápidas. «La fosa común ha quedado preciosa» y bastón en mano, procede a realizar las respectivas y exactas indicaciones. Objetivo cumplido.

Estos días es muy frecuente ver a gente dejando reluciente las lápidas de sus familiares. «Yo solo vengo para el puente, lo haría más si pudiera traerle una caja de puros al abuelo», dice entre risas Victoria Rubio mientras vacía una garrafa de agua sobre su lápida.

Las flores forman parte del decorado, lo que permite que esto días Torrero luzca su mejor cara y bien colorido. «Nosotras somos de claveles y gladiolos», comenta Mar Bernad, que va con sus dos hermanas a honrar a sus familiares. Se dan un buen paseo porque tienen que recorrer la parte nueva y vieja y para entretenerse por el camino van comentando lo que no les gusta, como las malas hierbas que brotan sin control por algunas tumbas.