España va a las urnas en medio de la confusión y la tensión, con una ciudadanía extenuada y profundamente dolida y que hoy por la mañana conocerá que Al Qaeda es la responsable de la matanza del jueves en Madrid. Así ha quedado prácticamente confirmado esta madrugada con la comparecencia del ministro Angel Acebes para informar del hallazgo de un vídeo reivindicativo de esta banda terrorista. El supuesto jefe de Al Qaeda en Europa asegura en la cinta que las víctimas de Madrid son respuesta a las víctimas de Irak y de Afganistán. Así, la jornada de reflexión quedó marcada por la incertidumbre mientras las nuevas revelaciones ponían de manifiesto que la masacre del jueves fue llevada a cabo por fundamentalistas islámicos; una tesis que ya era de uso común en los medios informativos internacionales aunque el Gobierno español la había relegado una y otra vez en beneficio de su hipótesis inicial: que la matanza era obra de ETA. Los acontecimientos se han sucedido a velocidad de vértigo y su influencia sobre la actitud del electorado es imposible de predecir. Ya no sirven de nada los augurios demóscópicos, ni las impresiones recogidas durante casi dos semanas de mítines y declaraciones de los candidatos. Si desde el primer momento existieron grandes dudas sobre los resultados de la votación, hoy, cuando abran los colegios, esa incógnita habrá alcanzado su máxima expresión.

No cabe establecer una línea divisoria entre la cita electoral y el horror de la masacre. Ambos hechos se han entrelazado estrechamente hasta convertirse en un fenómeno cargado de relaciones causa-efecto. Es natural que sea así. Los españoles están conmocionados y ayer el país entero era un funeral, un llanto solidario, un pavor impotente; también un hervidero lleno de interrogantes y sospechas. Porque además, durante la larga precampaña y la fase de campaña brutalmente cortada por el 11-M, dos cuestiones habían sido evocadas una y otra vez: el terrorismo y la guerra de Irak. Nadie podía prever que finalmente ambos fenómenos se harían presentes con un impacto trágico sin precedentes en forma de macroatentado .

Mientras duró

Había sido una campaña intensa. Con dos fases que aparentemente indicaban una posible evolución en la intención de los votantes. En los primeros compases de la escenificación preelectoral, las encuestas apostaban por una victoria por mayoría absoluta del Partido Popular y de su candidato Mariano Rajoy; una semana después, nuevos sondeos y una sensación que llegó a ser compartida por dirigentes populares sugerían la posible remontada del Partido Socialista y de su líder, José Luis Rodríguez Zapatero. Sin embargo, el elevado número de indecisos y la más que probable existencia de un intangible voto oculto abonaban las incógnitas sobre el resultado final.

Los argumentarios o libretos de campaña habían puesto sobre la mesa los temas habituales en estas confrontaciones programáticas. A falta de un debate cara a cara entre los principales candidatos, tanto Rajoy, como Zapatero, Gaspar Llamazares o Josep Antonio Durán Lleida intercambiaron día tras día pullas y réplicas. Nada que no fuese habitual en cualquier otra disputa electoral. Incluso llegó un momento en que algunos comentaristas calificaron la campaña de aburrida . ¿Y cuál de ellas no lo ha sido, una vez que los discursos empiezan a repetirse y los días se sumen en la rutina de los mítines, las ruedas de prensa y los socorridos paseos por calles y mercados?

Pero en esta ocasión la reiteración de argumentos tenía cierta carga dramática. El PP, necesitado a priori de revalidar su mayoría absoluta y poder gobernar sin recurrir a alianzas (o en todo caso con el apoyo siempre a mano de Coalición Canaria), lanzó un mensaje nítido: estaba en juego una elección a cara o cruz entre su oferta de estabilidad económica, firmeza y unidad de España, de un lado, y de otro la su-

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