Pidió perdón al final del partido y eso le honra como caballero y como profesional digno que asume su responsabilidad cuando comete un error, pero la derrota del Real Zaragoza en Huesca, la primera de la historia, dejó indiscutiblemente un señalado: Natxo González. El entrenador se traicionó a sí mismo, traicionó la idea de fútbol con la que estaba desarrollando su proyecto desde el verano, se acongojó, le entró un ataque de pánico y lo pagó carísimo con una derrota dura, siempre a merced de su rival, hoy colíder. En una noche para el olvido, Natxo puso en evidencia que todavía no conoce el Real Zaragoza, ni el de ayer ni por supuesto el de hoy, ni tampoco una de las pocas cosas que no tolera su afición: los técnicos cobardes y miedosos.

Se equivocó. González se equivocó profundamente en la preparación del partido, acumulando madera en el centro del campo, desconcertando a su equipo y restando calidad sobre el césped (además de la incomprensible injusticia con Delmás, que bajo ningún concepto había merecido la suplencia, más bien lo contrario). El resultado fue un golpe cruel, primero para su credibilidad, porque hizo lo que nunca debió hacer, y luego para el zaragocismo en pleno.

Los números son preocupantes y las sensaciones han dejado de ser buenas para ser tan malas como los números. Sin embargo, no debería ser el momento de perder la cabeza como otras temporadas, aunque la situación sea igual de lastimosa. No debería ser el momento de derribar sino de reflexionar, de corregir y de construir. El primero que debe juntarse consigo mismo es Natxo. Trabaja en un club que devora entrenadores. Debe saber cuál no es el camino y cuál sí lo es. Él mismo lo trazó con acierto este verano. Ha de volver sobre sus pasos. Y después el propio Zaragoza, que también sabe cuál no es el camino y adonde llevan las destituciones sin control.