En los últimos años, el movimiento progresista ha sido víctima de dos mitos: el de la mundialización y el del pensamiento único. Si la humanidad tiene que proseguir por una senda de progreso hacia una sociedad decente tendrá que liberarse de ambos tópicos. O, por lo menos, redefinirlos radicalmente.

Es evidente que ha habido y hay un proceso de mundialización, cuyas raíces se hunden el siglo XV y algunas de cuyas etapas más significativas tuvieron lugar en el XIX, y no precisamente ayer. Sin embargo, no es el imaginado por los terribles simplificadores que lo confunden con la hegemonía occidental (en especial, yanqui), unívocamente perversa.

Que el proceso de modernización, irreversible, es una criatura de la civilización occidental es un hecho incontrovertible. No es asunto de opinión. Mas también es indudable de que se trata de un proceso complejo. Desde una perspectiva moral es, por lo menos, ambivalente. Si por un lado se le pueden atribuir todos los descalabros y maldades que queramos, por otro habrá que convenir que es también el origen de la democracia, la noción de derechos civiles y humanos, y el deseo de generalizar las condiciones de ciudadanía a toda la población. No está mal.

La vocación de la democracia es la de mundializarse a sí misma. La democracia tolera mal la existencia de tiranías en lugares en los que no reina. La democracia pide tres cosas: un gobierno legítimo, una oposición libre e igualmente legítima y una sociedad civil independiente. Sólo habrá mundialización genuina cuando se generalice esta tríada inseparable. La mundialización no consiste solamente en la expansión de las tecnologías de la telecomunicación ni en la del capitalismo transnacional. Es algo más.

Se comprende que los movimientos que emanan de las sociedades civiles en contra de la mundialización maligna estén a favor de la benigna. No obstante, a menudo su estrategia parte de supuestos que son precisamente enemigos del universalismo de derechos (libertad, igualdad, fraternidad) que constituye el meollo de la civilización occidental. Aunque no se percaten de ello.

Un ejemplo notable de error de partida es la atracción que estos movimientos sienten por el neotribalismo y por cierto multiculturalismo. La insurgencia en Chiapas durante los últimos años puso de relieve la indudablemente grave situación en que se encuentran los indios en ciertas partes de México, no sólo los chiapanecas. Rápidamente atrajo atención mundial, y produjo el turismo cultural de no pocos intelectuales, nostálgicos tal vez de su fenecido proletariado revolucionario.

Mucho menor fue la atención que ellos mismos habían prestado poco antes a las matanzas intertribales en Africa central, que alcanzaron proporciones apocalípticas. Estos presuntos pensadores abandonaron en casa, antes de partir, la noción esencial del universalismo republicano (la ciudadanía igual para todos) para descubrir los derechos comunitarios de unas tribus apenas capaces de entenderlo. Los regionalismos, nacionalismos y reivindicaciones étnicas que ellos no permitirían en sus propios países les parecían ahora fascinantes. Cosas del exotismo.

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