Casi 11.000 metros cuadrados de dolor. Y nada más. Eso fueron durante casi 48 horas los pabellones del recinto ferial de Madrid, acondicionados como una gigantesca morgue. Una siniestra ciudad de la muerte donde los familiares de los 199 fallecidos aguardaron la sentencia que, tarde o temprano, les llegaba por los altavoces.

"La familia de Gloria Inés Bedoya pase a la sala de identificación, por favor". Y Carlos Rendón, su esposo, se levantaba con un temblor en las piernas y el hombro de un voluntario al que agarrarse. Una vez dentro no había duda. Era su mujer. Una joven colombiana de 20 años, nacida en la localidad de Toro, cerca de Cali. Lo que siguió después es fácil de imaginar.

Voluntarios y profesionales

Teresa Lorca, una voluntaria médico de familia que acompañó a los afectados durante más de 24 horas reconocía que lo peor era ese momento. La mayoría se derrumbaban. Luego pasaban a la funeraria y salían junto al féretro al destino que cada familia escogía.

Muchos de los voluntarios también se derrumbaron y tuvieron que ser atendidos a su vez por los psicólogos profesionales. Demasiado dolor para quien no está acostumbrado a convivir con la tragedia. Personal no faltó. 500 psicólogos estuvieron trabajando en turnos ininterrumpidos de 24 horas.

El mismo ritual que el marido de Gloria siguieron los padres de Rex, un filipino de 18 años que había cogido el tren por culpa de un olvido. Salió de su casa en Torrejón de Ardoz a las 7.10 horas como cada día pero unos papeles que necesitaba le hicieron regresar y subir al tren de la muerte que pasaba a por su población a las 7.30 horas. La clave de su identificación fue un tatuaje, como en muchos otros casos en los que el fuego o la explosión había desfigurado por completo los rostros.

Muchos, creyentes o no, superaron la interminable espera refugiados en las dos capillas donde varios sacerdotes oficiaban misa y ejercían de psicólogos. José María Revuelta, un cura de Guadalajara, explicaba que todos coincidían en la misma pregunta: "¿Cómo alguien ha sido capaz de de hacer una cosa así?". "Seguramente serán jóvenes a los que les han comido el coco", le apuntó uno de ellos con una clarividente condescendencia.

En el revoltijo de voluntarios no faltaban testigos de Jehová, miembros de la Iglesia de la Cienciología, seguidores de Kiko Argüello y hasta miembros del denominado Ejército de Salvación.

Expositores con víctimas

En la ciudad de la muerte sólo había una escena que no cuadraba. Por el mismo acceso que utilizaban los familiares, entraban a la feria los organizadores y visitantes de las cuatro exposiciones que Ifema mantuvo abiertas. Ver la salida de jóvenes con bolsas de Aula o a profesionales con carpetas de la Expodental acompañados por familiares derrumbados por el dolor, no contribuía precisamente al sosiego de estos.

Algunos de los expositores habían propuesto parar toda la actividad a las tres de la tarde de ayer. Se habían quejado porque se sentían incómodos. No tenía, además, mucho sentido empeñarse en la continuidad porque la afluencia de visitantes era muy baja, pero al final se acordó seguir adelante. El presidente de Ifema es el exalcalde de Madrid, José María Alvarez del Manzano.

Una joven de las que se mezclaba con los visitantes era Stefania, una joven rumana de 23 años que al mediodía de ayer llevaba 24 horas esperando noticias de Stuparu. La acababan de llamar de su casa en Rumanía para comunicarle que su abuela se estaba muriendo, pero ella sólo quería hallar a Steparu. "Vestía una cazadora vaquera con cuello blanco y pantalón vaquero", no se cansaba de repetir a todo el que se le ponía por delante.

Los extranjeros eran los más desprotegidos. No sólo por el miedo de muchos por su falta de permisos legales, sino por el idioma y la lejanía. "Están doblemente solos, por lo que han perdido y por lo que dejaron atrás en su país. Son los que necesitan más amparo", exclamaba una voluntaria de 60 años que doblaba mantas para repartirlas por las las salas de espera.

Extracción de ADN

Steparu era, probablemente, uno de los 53 cadáveres que anoche permanecían aún sin identificar. Veinte de ellos fueron trasladados al Instituto Anatómico Forense porque ya no había otra posibilidad que la extracción del ADN para comprobar sus identidades. Los ataúdes de los 146 cadáveres identificados, acompañados de sus familias, habían partido anoche hacia su última estación.