La emoción comprimía el corazón de los familiares de las víctimas, cuando Juan Carlos y Sofía entraron en el templo. Las miradas acongojadas de padres, hijos, hermanos de los fallecidos se dirigían hacia ellos; como si fueran una tabla de salvación. Como si el temple demostrado por la Corona tras la masacre les devolviera de algún modo la tranquilidad.

Inmediatamente después, se oyó el grito de uno de los presentes: "Señor Aznar, le hago responsable de la muerte de mi hijo". Los cantos de la Coral de Nuestra Señora de la Almudena apagaron el eco de la imprecación, en el momento en que José María Aznar se sentaba junto a su esposa, Ana Botella.

La suerte de la Reina

No hubo más quejas, al menos expresadas en voz alta. Ciertamente, la presencia de numerosos policías de paisano había conjurado cualquier riesgo. Lo que no evitó que una vecina de Torrejón de Ardoz comentara más tarde que, de no haber estado la Reina, hubiera gritado, "asesinos".

En el templo se encontraban también Tony Blair y Colin Powell, copatrocinadores de la guerra de Irak, que estaba implícita en la sonora acusación.

Acabado el funeral, el presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, se dirigió a Aznar para expresarle su desacuerdo. "Lo que te han dicho es una gran injusticia", le dijo. Así lo explicó Maragall por la tarde en el Parlamento de cataluña, en una respuesta a Artur Mas: "Lo digo porque quiero que quede bien clara la cuestión de quién es o no culpable de lo que sucedido. Lo complicado es luchar contra el nuevo terrorismo".

En el interior de la catedral, a los presidentes entrante y saliente, José Luis Rodríguez Zapatero y José María Aznar, únicamente les separaba un estrecho pasillo. Pero ayer, unos y otros volvieron a formar frente común junto al dolor.

El abandono pausado de la catedral permitió gestos de afecto políticamente significativos. Alberto Ruiz-Gallardón, alcalde de Madrid, abrazó con fuerza a Juan José Ibarretxe. Le había emocionado su asistencia al oficio. También José Bono saludó efusivamente al lendakari y dio un gran abrazo a Pasqual Maragall.

Algunas imágenes permanecerán imborrables. Como la de Sofía lanzando besos a aquellos familiares de víctimas a los que no alcanzaba a tomar de las manos. La de Letizia Ortiz, mordiéndose los labios para frenar la emoción. O la de la infanta Cristina, con lagrimones que le bañaban las mejillas, mientras los afectados evitaban derrumbarse.