Echas la vista atrás y ves cómo cambian las cosas, cómo, de repente, en un instante, en un minuto, en un segundo, te cambia todo; en ese mismo segundo en que otros paseaban con sus niños; le decían que sí a su futuro marido; cogían el bus para irse a empezar una nueva etapa, o simplemente soltaban una carcajada; en ese mismo segundo en el que otros vivían su vida, yo vi cómo en el umbral de mi puerta, en letras azules con fondo amarillo pálido, ponía bien claro: Embargo. Sentí cómo el mundo se venía abajo, sentí una mezcla de tristeza e impotencia, de ira y melancolía. No, no y no, esto no me puede pasar a mi --repetía una y otra vez en mi cabeza--, pero cuanto más lo repetía, más me agobiaba. ¿Y ahora qué hago? ¿Adónde voy? Por más que quisiera no encontraba respuesta a tan sencilla pregunta. Quizá fue eso, falta de precaución, el no saber hacer las cosas bien, el no tirar para delante cuando todo se derrumba, en no echarle cojones, el no tomar la opción correcta, o el error de no echar a andar tras un tropiezo, o simplemente el confiar en quien no debías.

De esto hace unos tres meses, tres meses en los que intentas buscar una solución, explicación, algo o alguien que te consuele, pero no lo hay. Tres meses aguantando días de invierno, aguantando las miradas de pena y asco, aguantando las críticas e insultos, pero lo que no he logrado aguantar es que en los cartones y periódicos que me rodean a diario aparezcan titulares como "El país con más viviendas vacías es España".