La decisión del rey Juan Carlos de abdicar ha puesto en marcha los engranajes de la sucesión del artículo 57 de la Constitución. Cuando el Rey abdica, su heredero le sucede en el cargo de forma automática. Y mientras que la Constitución prevé, en su artículo 61, que el nuevo Rey es proclamado ante las Cortes Generales y presta juramento "de desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los ciudadanos y de las Comunidades Autónomas", no contempla el procedimiento a seguir para hacer efectiva la abdicación. La Constitución lo remite a una ley orgánica.

En los casi 40 años de vigencia de la norma constitucional, no se ha considerado necesario aprobar esta ley orgánica. ¿Existe ahora la imperiosa necesidad de hacerlo? No, en mi opinión. El Rey podría formalizar su abdicación y seguidamente ser proclamado como nuevo jefe del Estado su sucesor, en un acto solemne llevado a cabo en las Cortes Generales, en reunión conjunta de sus Cámaras, con la presencia del Gobierno y otras altas autoridades del Estado.

La ley orgánica exigida por la Constitución debería resolver las incertidumbres que se plantean tras la abdicación. La más acuciante, sin duda, es el rol que asumirá el Rey que ha abdicado: qué tratamiento y honores recibirá, cual habrá de ser su residencia, su asignación económica o si dispondrá de una organización administrativa propia. Pero, sobre todo, la ley debería aclarar si puede seguir desempeñando alguna función representativa y si seguirá gozando de inmunidad, en tanto que una proyección específica de la inviolabilidad.

Sobre esta última, entiendo que la Constitución no admite mucho margen de interpretación cuando la refiere a la "persona del Rey", por lo que hace difícil justificar su proyección a cualquier otra persona distinta del jefe del Estado.

Demasiadas alforjas

Otra cosa es que se le pueda reconocer la condición de aforado --como otras altas autoridades del Estado-- identificando al Tribunal Supremo como el único órgano jurisdiccional competente para juzgarlo.

El anteproyecto aprobado en el Consejo de Ministros no da respuesta a ninguna de estas incógnitas. Se limita a dar forma de ley orgánica a una decisión del monarca, disponiendo, en su único artículo, que la abdicación será efectiva cuando la ley se publique en el Boletín Oficial del Estado.

Su presentación en el Parlamento abrirá un proceso legislativo ficticio cuyo problema no es que la urgencia en su tramitación cercene las posibilidades de discusión de las distintas fuerzas políticas, sino que no hay objeto para tal discusión. Y para más inri, se subvierte el sentido constitucional de este instituto: el Rey abdica cuando quiere y por las razones que estime pertinentes. Su decisión no está sujeta a una ulterior ratificación. Sinceramente, para este viaje no era necesaria tanta alforja-