Cristina Roldán, propietaria del hostal Parisien en la Rambla, dormía la siesta este jueves cuando su marido la despertó a gritos. «¡Algo muy fuerte está pasando en la Rambla!», gritó el hombre. «Y ahora recuerdo cómo, mientras él decía eso, yo escuchaba golpes secos y creía que eran disparos», narra la mujer visiblemente emocionada.

Cuando salió al balcón del edificio se encontró con un panorama desolador. «Gente corriendo, llevándose las manos a la cabeza. Y cuerpos esparcidos por el suelo, que fue lo que más me impactó». Muchos de los huéspedes de su hostal se encontraban en ese momento en otros puntos de la ciudad lejanos a la Rambla. Los que estaban dentro, al igual que la familia de Roldán, entraron en estado de «consternación».

«Fue horrible. De repente la Rambla se silenció. Dejé subir al hostal a una pareja de japoneses que se había sentado en las escaleras. No me pude dormir hasta las 4 de la madrugada», añade. Según esta mujer, tanto ella como su marido sospechaban que sucedería un atentado, «aunque no con una furgoneta». «Era de esperar. La Rambla es muy vulnerable, era un sitio muy propicio. Pero hay que hacer vida normal», concluye.

Algo similar opina Miguel, quiosquero del primer puesto de la Rambla. «Vi la furgoneta en el cruce [con la plaza de Catalunya] a 80 kilómetros por hora hacia abajo. Y cuando chocó contra aquel quiosco, pensé: ‘Esto es lo que yo hablé con mi compañero’». Porque ambos, asegura Miguel, esperaban también que se produjese un atentado en esta zona del corazón de Barcelona.

«No tengo miedo, este es mi trabajo. Y en la Rambla he visto ya de todo: celebraciones del Barça, robos, drogas. Aunque esto ha sido lo máximo», lamenta.

Pese al shock que supuso para muchos ser testigos del atropello, el atentado generó diferentes muestras de solidaridad. Fue el caso, por ejemplo, de Melissa Corredor, vecina del barrio barcelonés del Raval que se encontraba en una tienda de paseo de Gracia el jueves por la tarde cuando una dependienta comenzó a bajar la persiana.

«Estuvimos ahí hasta las ocho. Teníamos miedo y nos metimos en el almacén. Yo no quería ir caminando al Raval, así que una pareja que se refugió conmigo en la tienda, a la que no conocía de nada, me invitó a ir a dormir con ellos a su casa, en Monumental», narra esta joven. La misma pareja la llevó en coche ayer por la mañana a su barrio para recoger unas cosas y después la condujo al trabajo.

Este barrio colindante a la Rambla amaneció el día siguiente del atentado con tranquilidad. Al mediodía recuperó su ritmo habitual y la mayor parte de los establecimientos abrieron. El trabajador de una tienda de suvenires muy cercana a la zona donde se estrelló la furgoneta recuerda bien la tarde del jueves: «Al principio no sabía si era una huelga o un atentado. Lo que más me dejó en shock fue ver la Rambla vacía, sin gente, solo sus restos. Sientes que te has quedado solo en el mundo».