Las sirenas de una ambulancia irrumpen en una de las arterias principales de Freetown. A medida que la ambulancia se aproxima, la gente echa correr despavorida. "Es la ambulancia del ébola", dice Jaime, un joven periodista local. El conductor del coche, un todoterreno antiguo y destartalado, viste el traje de protección y lleva puestas las gafas de seguridad para protegerse del paciente, que se sospecha que está infectado por el virus del ébola. La ambulancia se aleja a gran velocidad, y la gente vuelve a lo suyo. En pocos minutos parece como si no hubiese pasado nada.

El ébola ha cambiado totalmente la vida cotidiana de los habitantes de Freetown, la capital de Sierra Leona. Hay pequeños depósitos de agua con cloro a la entrada de casi todos los comercios. El precio de los alimentos se ha disparado. Y otra de las víctimas del virus es el contacto humano: ya nadie se da la mano o se abraza para saludarse. El Gobierno ha ordenado el cierre de los clubs de baile y de la mayoría de restaurantes de la ciudad para evitar contagios.

"Justo nos estábamos recuperando de la guerra civil y los turistas habían empezado a venir. Pero ahora esto... Estoy pensando en irme del país", sopesa Geoffrey, un joven emprendedor que montó una pequeña agencia de viajes hace unos años. Es el deseo de muchos aquí, irse, pero solo los más adinerados pueden hacerlo. La mayoría de las compañías aéreas han dejado de volar desde Sierra Leona, y las dos únicas que siguen haciéndolo tienen precios demasiado caros para cualquiera aquí: unos 2.000 euros por un trayecto Freetown-Casablanca.

Al caminar por la capital o por cualquier pueblo, una palabra no deja de resonar en todas las conversaciones y de aparecer en los miles de carteles que han tapizado las paredes. Ébola, ébola, se repite una y otra vez insaciablemente, como una cantinela de sonido agudo que hace daño a los oídos.

En un intento desesperado del Gobierno por contener la propagación del virus, el Ministerio de Salud ha tomado una decisión sin precedentes, y ha puesto bajo cuarentena a las localidades más afectadas por el ébola, dejando a más de dos millones de personas sin libertad de movimiento. Una medida que, a la vez que intenta evitar la propagación del virus, empieza a hacer difícil la llegada de alimentos y productos básicos a algunas poblaciones.

Kailahun es una pequeña localidad de unos 30.000 habitantes en la frontera entre Guinea y Liberia. El paisaje está lleno de estructuras de casas quemadas y abandonadas durante la guerra civil. Fue una de las zonas más golpeadas por el conflicto. "Por lo menos durante la guerra podías oír a los rebeldes llegar y tenías tiempo de escapar", dice Mohammed, un trabajador en una pequeña pensión con seis habitaciones. "Con el ébola es diferente, no puedes verlo, por lo que no hay escapatoria", concluye.

Aquí en Kailahun es donde Médicos Sin Fronteras decidió instalar su hospital de campaña para atender a los enfermos. Un pequeño y bien entrenado ejercito de médicos extranjeros y locales que intentan luchar contra el temido virus. Como si de una pequeña ciudad se tratara, el centro esta dividido en diferentes zonas. El área donde los nuevos pacientes esperan la confirmación de sus análisis para saber si están infectados o no, la zona llamada de "alto riesgo" donde están internados los enfermos y, al final del complejo, el pequeño edificio donde nadie quiere llegar: la morgue.

"En 1991 tuve que huir del país, encontré abrigo en un campo de refugiados en Guinea Conakry, allí fue donde vi por primera vez a Médicos Sin Fronteras", explica Sylvanos B. Karima, un enfermero local que trabaja en el hospital de campaña. "Después de la guerra, en el 2001, empecé a trabajar con ellos como recepcionista. Trataron y salvaron a mi hermano de la malaria, y también me operaron a mí de un hidrocele que se me complicó. Les debo muchísimo".

A la mañana siguiente, y bajo una intensa lluvia, un grupo de los llamados "equipos de enterradores" llega al hospital para recoger trajes de protección y guantes. Cargan sus coches con depósitos de agua mezclada con cloro, y varias bolsas para cadáveres. Hoy se dirigen al pueblo de Gbeka, donde tienen lo que llaman "entierros en la comunidad". Cuando una persona fallece en su casa y presenta síntomas típicos de la enfermedad do más activo está el virus. Las tradiciones locales incluyen algunos ritos del islam, como lavar los cuerpos, velarlos en casa o besarlos, lo que constituye un altísimo riesgo.

Después de más de cinco horas por carreteras impracticables llenas de barro, el equipo llega a Gbeka, un pequeño pueblo rodeado de palmeras y un denso bosque tropical. Solo tienen que seguir el sonido de los llantos que salen de la casa de Hauwa Ansmana, la mujer que murió la pasada noche con síntomas de ébola, para llegar a su destino.

Yousef Ansmana, de 32 años, intenta contener las lágrimas en el exterior de la casa. Al ver cómo el equipo de enterradores empieza a vestirse con sus trajes de protección y entrar en su casa, se derrumba y rompe a llorar. "¡Necesitamos ayuda!", grita con rabia mientras sacan el cuerpo sin vida de su madre en una bolsa de plástico blanco. Lo suben a un todoterreno pick up que se dirige hacia el bosque donde ya está cavada la tumba. Los vecinos lloran en las puertas de sus casas diciendo adiós a Hauwa. En esta pequeña localidad, musulmanes y cristianos rezarán hoy juntos por su pérdida.

Tras una pequeña y escueta ceremonia, el grupo de hombres que ha llegado para despedirse de ella cubre la tumba con ramas de árboles y tierra. La siguiente parada para el "equipo de enterradores" es Jojoima. Han recibido una llamada por otra persona fallecida, en esta ocasión hace tres días. A las puertas del ayuntamiento, Ibrahim, un joven vendedor ambulante de caramelos, de unos 14 años, sostiene entre sus manos una vieja publicidad de una empresa inmobiliaria de Dinamarca. "A mí me gusta esta", dice, señalando una preciosa casa de ladrillos rojos con una piscina en el patio trasero: "Espero que cuando todo esto acabe Jojoima pueda ser como estas fotos". Los que lo rodean se ríen de él, el chico baja la cabeza y se zambulle otra vez en el panfleto inmobiliario.

SEPULTURA INADECUADA

"Ya lo hemos enterrado", informa una empleada del ayuntamiento. "Llamamos por teléfono hace tres días y, como no veníais, decidimos darle sepultura". El equipo vuelve a sus coches y arranca camino de vuelta a Kailahun. Nadie dice nada en el vehículo, pero todos saben que, si la persona que han enterrado en Jojoima murió de ébola, pronto tendrán que volver a enterrar a más gente.

Es 19 de septiembre, el sol sale hacia las seis y media de la mañana en Freetown. Hoy es el primer día del toque de queda impuesto por el Gobierno y nadie tiene permiso para circular por la calle o salir de sus viviendas. El objetivo es poder ir puerta por puerta a informar a los ciudadanos sobre el virus, y detectar posibles casos de familias que tengan a parientes enfermos de ébola escondidos en casa. La escena es lo más parecido a una de esas películas apocalípticas. Grandes avenidas totalmente vacías, no hay ni un alma en las calles. Solo se ven vehículos de la policía y del Ejército patrullando para asegurar el toque de queda.

Muchos voluntarios se han apuntado a la campaña y, a media tarde, se les empieza a ver visitando las casas, repartiendo pegatinas y pósteres con información sobre el virus.

Se empiezan a recibir avisos de varios casos de personas infectadas en diferentes puntos de la ciudad. Una de ellas cerca de KrooBay, una zona de chabolas totalmente anegada por el agua de las últimas lluvias y gran conocedora de otras epidemias. Aquí han sufrido ya en varias ocasiones brotes de cólera, y la malaria es algo común para ellos.

Son alrededor de las cuatro de la tarde. Una mujer casi inconsciente aparece en una zanja en la calle, retorciéndose de dolor sobre sí misma. Varias personas intentan hablar con ella para que reaccione, pero no hay suerte: no consigue ni abrir los ojos. Una ambulancia llega al lugar, del vehículo bajan dos hombres vestidos con sus trajes de protección y cargando en sus espaldas los depósitos de cloro mezclado con agua dentro de un espray. Lo rocían todo, incluso a la mujer. Después empieza la discusión entre ellos. Llevan muchas horas de trabajo y uno se acaba de percatar de que tiene roto el traje y un agujero en los guantes. "Yo no pienso tocarla", le dice a su compañero. "Tenemos que recogerla y seguir trabajando", le contesta el otro.

TENSIÓN

La tensión va en aumento. Los vecinos se empiezan a apelotonar alrededor de la escena, grabándolo todo con sus teléfonos móviles. Por suerte, aparece otro coche del Ministerio de Salud que les trae trajes nuevos. Se cambian allí mismo y, ahora sí, recogen a la mujer y la meten en el interior de la ambulancia.

Esta escena es solo una muestra más de lo desbordados que están los servicios sanitarios y los hospitales en el país. Nadie tiene muy claras las cifras de muertos ni de infectados. Hay demasiadas lagunas y números que no cuadran. A finales de septiembre, la Organización Mundial de la Salud y el Gobierno de Sierra Leona seguían informando de que solo había registrados 10 fallecidos en la capital desde el comienzo del brote. Sin embargo, una simple visita al cementerio de King Tomb echa por tierra esa cifra. Solo en la primera semana de octubre, 130 cuerpos víctimas del ébola han sido enterrados en una zona del cementerio. Sin nombre, sin placa. Una área que se empieza a quedar pequeña. Los trabajadores se han visto obligados a cortar árboles y vegetación con sus machetes para tener más espacio para los nuevos cadáveres que, desgraciadamente, están por llegar.

Resulta difícil de explicar también cómo es posible que, mientras los equipos de enterradores en Freetown llevan las últimas dos semanas sin recibir sus salarios --unos 70 euros a la semana-- sin que nadie les dé una solución, no haya rastro de ningún organismo internacional intentando solucionar el problema. El pasado miércoles 8 de octubre varios cuerpos empezaron a aparecer por las calles sin que hubiera nadie que los recogiera. Lo enterradores se habían declarado en huelga reclamando sus salarios, mientras, muy cerca de allí , decenas de miembros de diferentes organizaciones humanitarias mantenían una de sus interminables reuniones en un hotel de cinco estrellas. Cerca de 60 todoterrenos nuevos y blancos relucían, resplandecientes, en el párking. En el hotel no había ni rastro de Médicos Sin Fronteras: estaban ocupados trabajando.

Esta organización está avisando de que la situación en Port Loko y Makeni, dos poblaciones a unas tres horas en coche al norte de la capital, Freetown, puede volverse catastrófica. Las puertas de hierro de entrada a la zona de aislamiento del hospital regional de Makeni están cerradas con candados. "Alguna vez se han intentado escapar, y no tenemos los medios necesarios para enfrentarnos a eso", afirma Mohamed Bah, director del centro hospitalario.

La escena dentro de la zona de aislamiento es lo más parecido al infierno. Varios niños yacen en el suelo, inmóviles. Una de ellas, una niña de tan solo 4 años, sangra por la boca mientras se retuerce de dolor. Tiene la mirada perdida. A su lado yace otro pequeño, de unos 3 años, totalmente inerte. Aquí comparten espacio tanto pacientes que están esperando el resultado de sus análisis, como cuerpos de fallecidos de la noche anterior, con el riesgo obvio que eso supone y que haría casi un milagro salir de este módulo del hospital sin estar infectado.

PREVISIONES ROTAS

Las enfermeras hacen lo que pueden. Algunas de ellas incluso trabajan en pantalones y con guantes de látex. No es mejor la situación en el hospital llamado Arabe. Decenas de personas descansan en el exterior de los edificios porque dentro hace demasiado calor. A la sombra de un árbol, varios hombres se retuercen de dolor. En una esquina otra mujer con su pequeño bebe de apenas 7 meses de vida yace totalmente desvanecida.

A estas alturas de la epidemia, nadie se atreve a hacer un pronóstico de lo que puede pasar. Todas las previsiones se han quedado cortas, y en una reciente comparecencia de la directora general de Médicos Sin Fronteras, Joanne Liu, reclamaba "una intervención urgente y menos reuniones".