La boda ha sido una desmesura. Se optó por la magnificencia de la vieja dinastía en lugar de hacerlo por la estética de la sencillez de una Monarquía parlamentaria moderna, constitucionalizada hasta el extremo sin parangón en Europa de regular la forma de despedir a los reyes. Ciertas contradicciones de la Constitución parten precisamente del intento de encajar la vieja y la nueva Monarquía pasando por Franco, en una dialéctica entre las instauraciones y la restauración.

Permítanme ustedes inventarme el término de trialéctica , pues se trataría de fusionar tres elementos. La instauración efectuada por Franco en la figura de don Juan Carlos, saltándose a don Juan; la restauración de la vieja dinastía; y la nueva instauración de una Monarquía parlamentaria en base a la Constitución de 1978. Muestran el primer elemento --la instauración franquista-- que el Rey no jurara la Constitución, sino que la sancionara, pues los constituyentes aceptaron que don Juan Carlos era Rey desde su coronación de acuerdo con las leyes franquistas. Confirman el segundo --la restauración de la vieja Monarquía-- el reconocimiento que se hace en el artículo 57 de que don Juan Carlos es "legítimo heredero de la dinastía histórica"; que en el orden de sucesión se sancione la preferencia del varón sobre la mujer, y que el príncipe heredero "tendrá la dignidad de Príncipe de Asturias y los demás títulos vinculados tradicionalmente al sucesor de la Corona de España". Responden al tercero --el de la nueva instauración-- el artículo 2: "la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado" y que, obviamente, precede al artículo 3 que establece que "la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria"; así como el 168, que fija la forma de modificar la Carta Magna en lo que a la Corona se refiere.

Los esfuerzos por cuadrar el círculo se explican por los condicionantes de aquellos momentos tan delicados de la transición en que no se pudo hacer lo más democrático: la convocatoria de un referendo sobre la forma de Estado. Es éste un pequeño déficit democrático que no ha tenido consecuencias prácticas debido al sincero compromiso del Rey con la democracia, de la que fue su primer motor y su salvador del golpe de Estado del 23-F. En estos momentos nuestra democracia ya no necesita de la Monarquía, pero dudo que la ciudadanía, que no es monárquica pero sí pragmática, cuestione la institución. Una cosa es pronunciarse en un referendo y otra arrostrar los riesgos de erradicarla. La gran cuestión no se plantea hoy entre Monarquía o República, sino en la calidad democrática.

Opino que el Rey no es necesario, pero puede ser útil aplicando su capital de simpatía y su larga experiencia para arbitrar y moderar el juego político en la busca de un nuevo encaje de los distintos territorios del Estado. La Monarquía podría consolidarse si no nos sale demasiado cara y no se cometen demasiadas tonterías. No debe confundirnos el hecho de que 25 millones de españoles siguieran la boda por televisión; una cosa es la fascinación un tanto mágica que desprende la Casa Real y otra que los espectadores de este gran acontecimiento mediático sean monárquicos.

Los gestos, los símbolos, las imágenes, tienen, sin embargo, gran importancia, y me parece que el formato de la boda no ha sido acertado, pues rompe el esquema de que la boda con una chica de su tiempo, una profesional, de una familia modesta, populariza la institución. En lugar de una sencilla boda a lo nórdico se ha preferido el formato Cenicienta a la que aludiera imprudentemente el padre de la novia, Jesús Ortiz, en el que Palacio fagocita a la plebeya. Pero mantengo mi esperanza de que el Príncipe siente la cabeza y asiente la institución, que no está pensada para un solo Rey, renunciando al estilo un tanto frívolo que ha mantenido hasta ahora. Así lo ha prometido al asegurar que se pondrá a trabajar, como cualquier ciudadano más allá de sus compromisos protocolarios.