Madrid necesitaba una catarsis gozosa, que su más notable equipo de fútbol le ha negado, perdiendo sucesivamente en todos los paños en los que había apostado, pero la boda ha sustituido con ventaja a los zidanes y pavones , incapaces de suministrar una alegría a sus forofos. Con ventaja, sostengo, pues en esto de balompié existe gran cantidad de mujeres que abominan del fútbol y ellas saben muy bien por qué.

En este tiempo de paridades, la boda ha venido a sumarse, reivindicativa, a la igualdad al más alto nivel, el del disfrute. Estilos y andares, trajes y pamelas, peinados, collares y sortijas serán glosados hasta la exégesis en oficinas, peluquerías, cocinas y tiendas, y durante mucho tiempo.

El duelo es necesario para asumir la muerte, que siempre es la muerte de los otros, y más cuando esa muerte ha sido, como en este caso, violenta. Violenta y masiva. Pero una vez asumida la muerte, y llorada la ausencia, las personas han de seguir viviendo, deben retornar a la normalidad de la vida, lo cual no significa el olvido, sino la recuperación de la alegría, o, si se quiere, de la ilusión.

La ilusión que contiene en grandes cantidades, por ejemplo, un cuento de hadas y uno de los más añosos es Cenicienta. Una Cenicienta sin madrastra, con personajes poderosos, ricos y famosos. ¿Qué más podría pedir nuestra recuperada infancia? Quizá por eso, a los republicanos les ha gustado más la boda que a muchos monárquicos que se han mostrado reticentes ante los antecedentes plebeyos de la novia.

Un príncipe amable, guapo, alto, querido por todos, vamos, el hombre soñado por cualquier madre para casar a sus hijas, decide contraer matrimonio con la mujer más cercana, aquella que entra en nuestra casa todos los días a la hora de comer... Una presentadora de televisión.

Estos personajes, reales como la vida misma, desfilan y se emocionan ante nosotros, se hacen humanos ofreciéndonos la mejor de las fiestas: una boda. Vivimos, y nadie ha demostrado lo contrario, en la sociedad del espectáculo, y éste ha sido, lo diré de una vez, uno de los grandes. Una función teatral en la que cada cual ha prestado su propia personalidad para representarla ante nosotros, los de a pie.

Es verdad que los miles de docenas de huevos entregados a las clarisas para que evitaran la lluvia no han servido de mucho y en Madrid llovió como si estuviéramos en Bilbao. ¿Pero se deslució el acontecimiento por ello? En absoluto. Quizá el número de figurantes en las calles fue menor del que hubiera ido al desfile en un día de sol, pero eso les permitió, también a ellos, contemplar la función desde donde se debe: en la pantalla del televisor. Además, Madrid bajo la lluvia mejora y el aire se hace, eliminada la contaminación, más transparente, aproximándose al que tenía la Villa en tiempos de Velázquez, que éste se encargó de pintar en muchos de sus mejores cuadros.

Por su parte, los medios de comunicación han conseguido, durante meses, que no se hablara de otra cosa, que los futuros príncipes anduvieran de acá para allá sin descanso, que los periodistas de investigación desplegaran sus mejores artes para informarnos puntualmente de la longitud del tacón que iba a lucir la novia (oculto, por cierto, bajo el vestido, cuyo color y diseño ni los más sabuesos entre ellos fueron capaces de desvelar). En fin, conseguir que hasta los más descreídos madrileños hayan pasado por el pastiche de la catedral de la Almudena para ver unos frescos pintados por un fresco no ha sido cosa fácil.

La propensión latente a la fiesta, que pusiera fin al luto, se puso en evidencia cuando el Ayuntamiento de Madrid encendió las luces de colores que inundaron de humor los edificios más sobrios, como esa Puerta de Alcalá, teñida de color fucsia. Allí acudieron, a la citada puerta, a la Cibeles o a la Gran Vía, cientos de miles de madrileños, cámara en mano, para inmortalizar lo efímero. Provocando, de paso, unos atascos de garabatillo en las noches madrileñas que precedieron al evento.

Los cascarrabias no han entendido que se cortaran calles y estaciones de metro con gran antelación. Es por la seguridad, se les dijo, pero ellos, comodones, no entendieron que toda fiesta exige sacrificios. Quizá olvidaban que en otro mes de mayo, casi 100 años atrás, durante la última boda real celebrada en Madrid, entre Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg, un tal Mateo Morral había arrojado una bomba dentro de un ramo de flores desde el último piso de la casa que está en el número 88 de la calle Mayor (hoy restaurante Casa Ciriaco), matando a 10 militares que hacían la carrera y a otros tantos civiles. La bomba no explosionó sobre el carruaje real porque el tendido eléctrico desvió su trayectoria. A este recuerdo funeral se ha unido, sin duda, la lógica aprensión ante un atentado más reciente, el de marzo pasado.

Madrid ha entendido, una vez más, la fiesta como un acontecimiento sin huellas físicas, sólo morales. Se ha vestido con el lujo del oropel, ha decorado sus calles, pero nada perenne se ha plantado, ni siquiera los maceteros que adornaban el recorrido de la pareja entre el Palacio Real y la Iglesia de Atocha. Mientras Barcelona aprovecha sus acontecimientos, desde la Exposición Universal hasta el F²rum 2004, pasando por las Olimpiadas, para dejar huella y hacer ciudad, Madrid muestra su proclividad hacia lo efímero, su afición al fuego de artificio.

Ni el más aislado anacoreta ha escapado al bombardeo de la boda. Por tierra, mar y aire la salsa rosa lo ha inundado todo y para entender esa inmersión ilimitada no basta la razón, a quien, quizá, repugne tanta parafernalia. Es preciso recurrir a ese pozo oscuro y lleno de sorpresas que es el corazón humano. Siempre dolorido. Necesitado de ilusiones y consuelos. La boda ha dado en ese clavo, en el que los sociólogos y los políticos no suelen atinar.