Todavía con la incógnita sobre la autoría de la masacre que castigó a Madrid y a España, incógnita que añade incertidumbre a la impotencia, al miedo y a la inseguridad inherentes a toda acción terrorista, estamos obligados a reflexionar pausadamente sobre el terror. La dimensión cuantitativa de la masacre no debe conducirnos a pensar que la eficacia del terror sólo depende del número de cadáveres. El terror funciona porque el asesinato es instrumento para amedrentar a toda una sociedad, para que ésta y su representación institucional se declaren dispuestas a aceptar lo que por principios democráticos no pueden aceptar. El terror actúa a veces con muchos cadáveres. Otras veces le basta uno.

La finalidad de quienes recurren a la violencia terrorista contra sociedades democráticas es siempre la misma: buscan el aniquilamiento de un sistema político que se ha ido desarrollando en la tradición occidental, que ha costado muchos sufrimientos y está lejos de ser perfecto, pero que es el mejor sistema que ha encontrado la humanidad para compaginar libertad individual, igualdad de todos ante la ley y mejora del bienestar de los ciudadanos.

La reacción de quienes se oponen al terror debe comenzar por tener claro lo que se defiende: las instituciones políticas que garantizan la libertad y el derecho de ciudadanía, sólo posibles gracias a la neutralidad del Estado, a su laicidad, a su renuncia a basarse en una verdad sustantiva, en una identidad normativa, en una fe concreta. La unidad debe ser una unidad a partir de ese principio. No una unidad vacía, erigida sobre la buena voluntad subjetiva, sino una unidad que sabe lo que es preciso defender: el derecho a ser diferente y a convivir en la diferencia. A todos los niveles.

España se incorporó a la tradición occidental de las libertades y de los derechos ciudadanos institucionalizados en el Estado de derecho con la Constitución de 1978. Es precisamente ese sistema de libertades el que el terror pretende poner en peligro, sea el de ETA, sea el de Al Qaeda. Ambos odian el pluralismo de las sociedades democráticas. Ambos quieren liquidar los sistemas políticos que garantizan las libertades y los derechos. Sabiendo eso es como se tiene que producir la unidad de los demócratas. Y pedir, reclamar y exigir la unidad de los demócratas implica, parece evidente, el reconocimiento de la legitimidad democrática de aquellos a quienes se dirige la exigencia.

Es contraria a la unidad de los demócratas la utilización partidista del terror, de las víctimas. Es contrario a la unidad de los demócratas colocar a un partido, por estar en discrepancia razonable en algunas cosas, en continuidad con el franquismo, negándole capacidad democrática. Es contrario a la unidad de los demócratas considerar que toda propuesta de cambio, de mejora del marco constitucional implica puesta en peligro del sistema que garantiza nuestras libertades. Es contrario a la unidad de los demócratas jugar frívolamente con las instituciones básicas del Estado de derecho, cuales son la Constitución y los estatutos de autonomía, como si fueran juguetes que se pueden manipular y cambiar arbitrariamente.

Quedan las víctimas y sus familiares. Todo el cariño, arropamiento, cercanía y solidaridad valen poco si no van acompañados del reforzamiento de las instituciones y del sistema político que el terror quiere destruir.