Perder así la posibilidad de jugar una final para subir a Primera, en el último segundo y con un gol de un exzaragocista en las filas enemigas, Diamanka, produce un tremendo dolor. Un trágico desenlace para un equipo que merecía más por su superlativo rendimiento, muy por encima de sus posibilidades reales, pero que a la hora de la verdad no supo o no pudo abrochar ni siquiera un 1-1 que le hubiera dado el pase. El conjunto aragonés había cogido la ola buena en enero y no se bajó de ella hasta la jornada 42, cuando logró ser tercero. El cruce frente al Numancia asomaba el más sencillo, pero el conjunto de Natxo González nunca ha sido favorito aunque le regalaran los oídos sus rivales en el playoff. Tenía que ganarse el jornal día a día, creciendo desde los resultados y un plan más o menos fiable para competir cada fin de semana. En el partido definitivo de estas semifinales, la escuadra soriana confirmó que para el Real Zaragoza nada ha sido sencillo, y que su derrota ha de interpretarse desde la frustración y desde la admiración a partes iguales. La Romareda, completa en su aforo, lloró con amargura la pérdida de un sueño, pero al final fue justa y generosa coreando "¡Orgullosos de nuestros jugadores!".

La realidad es palmaria e inquietante. El club cumplirá su sexta temporada consecutiva en Segunda División, con deudas que se activarán y que habrá que pagar religiosamente. De nuevo habrá que construir un proyecto y perfilar una plantilla ajustada a un presupuesto bajo y a unos bolsillo particulares poco o en nada altruistas. El panorama si no aterrador sí provoca escalofríos... "Yo creía que este era el año", relataba un compungido Alberto Zapater al término del partido. La hinchada, siempre en su sitio, también tuvo el mismo presentimiento que el capitán cuando el equipo se lanzó a tumba abierta hacia las alturas de la clasificación. El empate de Los Pajaritos parecía prolongar el estado de gracia, sobre todo porque la vuelta se disputaba en un auténtico estadio de Primera. No fue suficiente porque este tipo de competiciones exprés llevan veneno en sus venas. La escuadra de Jagoba Arrasate tuvo las costuras de un bloque poco atractivo pero muy adulto. Al Real Zaragoza le visitaron algunos de los fantasmas de los que nunca se ha despojado del todo: la inmadurez, en este caso escandalosamente ofensiva e incluso defensiva para contener el empate y forzar la prórroga, y esa dependencia descomunal de Borja Iglesias a la que esta vez no pudo agarrarse pese a la buen actuación del gallego.

La Romareda se expresó como debía, con elegancia. Y no se rasgó las vestiduras ni se sintió hermanada con el Maracanazo. Los seguidores sí han entendido la situación en pleno invierno y en primavera, cuando no se ganaba en casa ni a tiros y cuando no había quien asaltara la vetusta fortaleza. Lalo Arantegui había hecho bien su trabajo, forzado por una economía de guerra e hipotecado al buen ojo en mercados alternativos. Muchos de los fichajes no funcionaron, algunos principales, y fue el imprevisto plan H y no el B el que hizo que el Real Zaragoza volara cuando antes era perdiz. La llamada a filas de Lasure, Delmás y Guti además de la aportación de Pombo y Zapater, los cinco zaragozanos, reactivó a un grupo que ha tenido dos referencias muy claras para quedarse a las puertas del éxito. Cristian Álvarez, el más influyente, y Borja Iglesias tiraron de un carro con compañeros comprometidos pero con escaso cuajo ni regularidad. En cualquier caso, habría que elogiarlos a todos porque han peleado por la gloria cuando no estaban señalados ni de lejos para ella. Porque han mantenido viva la llama de la ilusión de su gente con una respuesta altamente profesional. Sobre la calidad colectiva se puede debatir; sobre la perseverancia, en absoluto.

"Hay veces que piensas que todo no podía ser tan bonito, pero esta vez lo parecía", susurraba Zapater al micrófono bajo la lluvia. Todo fue verdad hasta un poco antes de que Diamanka marcara para despedir a este Real Zaragoza como se merece, sin acritud ni culpables deportivos, con la dosis de tristeza que corresponde aunque sin reproches. "¡Gracias, caballeros!".