La boda de Felipe de Borbón y Letizia Ortiz supone (más allá de todos los batintines con que nos ensalma la prensa del corazón) el mayor y más arriesgado envite que hace la Monarquía borbónica en España desde su restauración --aún bajo la égida del franquismo-- en 1975. Este enlace (en mi percepción) es menos popular, de raíz, de lo que probablemente parezca, y para nadie es un secreto que los monárquicos de toda la vida (José Luis de Vilallonga) o los expertos en monarquías (Jaime Peñafiel) lo aceptan, desde sus distintas circunstancias, prácticamente y sólo por imperativo legal.

¿Está el intríngulis en que la inminente princesa de Asturias sea una divorciada a la que --además-- se le conocen otras historias sentimentales, inmediatamente anteriores a su noviazgo con el Príncipe? Yo diría que no, o no del todo. El problema viene --y es grave-- de que la Monarquía como institución (nos guste o no) funciona como una suerte de magia histórica, basada en que el rey y la reina no son personas como las demás. En tanto símbolos vivos del Estado, que es lo que son a todos los efectos --y de ahí vienen sus muchos privilegios--, su vida privada se eclipsa y desaparece. No nos importa si son felices o no. Sólo como condescendiente curiosidad podemos saber --y siempre con filtros-- qué hacen en sus horas de ocio. Herederos de la historia (también por la sangre) y encarnación de todos los valores y pluralidades de la nación, el rey y la reina son símbolos, es decir, personas --cara a la galería, nada importa si para su coleto fueran bobos-- excepcionales.

La reina de Inglaterra, que parece inmutable y fría, y de cuyos sentimientos jamás ha transcendido nada (por eso dicen que no tiene sentimientos), es el ejemplo perfecto de la Monarquía más clásica. ¿Admite cierta modernización de estilo? Sin duda. Pero ¿un giro copernicano como el que se va a dar en España?

Pues ahí está la duda. Letizia (periodista con genio y ganas de hacer, según sus compañeros) es una mujer de su tiempo, normalísima en todo, incluyendo su divorcio y amo- ríos, que nadie puede reprocharle. Pero atención, cuando el jefe del Estado puede ser --teóricamente-- cualquiera, a tal forma de gobierno se le llama República, y el presidente es elegido cada cinco años --por ejemplo-- por los ciudadanos. Un presidente de República puede ser cualquiera (guardando los formalismos que su alta responsabilidad requiere, por supuesto), entre otras cosas porque su puesto es transitorio. Pero ¿se produciría la magia de historia y excepcionalidad que la Monarquía --vitalicia-- parece necesitar, cuando el rey o la reina son como los demás y viven como nosotros? ¿Qué sentido poseen entonces sus excepcionales privilegios?

Por todo esto he afirmado que la Monarquía española (abolida dos veces en siglo y medio, con Isabel II y Alfonso XIII) se dispone con esta boda a echar su órdago a la grande. Si sale bien y todo funciona, si Letizia olvida su pasado, se comporta y ambos príncipes asumen su papel estatal (y el público se lo cree) la Monarquía española se habrá convertido, y casi de carambola, en una de las más modernas del mundo. Habrá renovado, en amplia medida, el concepto de lo monárquico. (Y por cierto, entonces, en un país laico, no tendrá por qué ser católica a machamartillo, como en los tiempos de los Austrias y de Trento). Si por el contrario Letizia falla, porque no soporta el peso de su cargo emblemático o le da --no se lo deseamos-- el síndrome de Diana de Gales, la gente señalará con el dedo a Felipe, que no cumplió con su obligación --le gustase más o menos-- de casarse con una princesa real, una profesional, como dicen los expertos.

Si ese traspiés ocurriera, ¿aguantaría un tercer batacazo la Monarquía borbónica o la Monarquía sin más? Creo que no. Pero esto es sólo una reflexión que no nos exime de desear lo mejor a la pareja. Evidentemente.