«He visto cosas que nadie querría haber visto jamás». Lo dice con la voz quebrada. Es un joven guardia urbano que la tarde de este jueves estaba patrullando por La Rambla con su compañera. «Nos ha pillado de lleno», comenta ella. Tras prestar un primer servicio en la zona cero del atentado han sido destinados a custodiar uno de las decenas de cordones policiales que han clausurado el centro de Barcelona.

Las escenas que esta pareja de la Guardia Urbana han presenciado han sido devastadoras. Se ahorran los detalles. «Por favor cálmese, se lo pido por favor... No se ponga violento porque esta tarde ya he visto demasiada violencia», le ruega el agente a un cuarentón que, de la mano de su hija pequeña, se enfrenta a los dos policías porque quiere llegar, sí o sí, hasta su casa, más allá del cordón, en la calle de la Portaferrissa.

«Yo he visto dos cuerpos tirados en la calle y a un chico malherido, con su bici destrozada y tratando de ponerse en pie». Es Pablo quien habla ahora. Está frente al mismo cordón de Portaferrissa, porque vive a pocos metros de allí. Cuenta que el atentado les ha pillado tranquilo en casa, «mirando una serie, con la ventana cerrada y el aire acondicionado», cuando ha empezado a gritos desesperados. «La gente iba como loca, ha habido momentos de pánico colectivo. Veías cómo una persona arrancaba a correr y, tras ella, varias decenas de personas más salían en estampida», prosigue.

«Mamá está bien, no te preocupes, hijo. Unas chicas la han recogido y la han entrado en un bar, aunque cree que puede haberse roto algo. Quizás la cadera». José Luis está visiblemente nervioso, a punto de perder los estribos cuando un policía le prohibe cruzar el cordón, esta vez en la Ronda de Sant Pere. «La había dejado en la esquina con la plaza Urquinaona, porque tenía que hacer un recado en El Corte Inglés, mientras yo iba a aparcar el coche y por lo visto una gente que salía corriendo le ha dado un fuerte golpe», explica el sexagenario. Ha estado más de dos horas sin saber de ella. Mientras habla con losperiodistas, ella, María José, llama para decir que una ambulancia la está yendo a recoger.

Muchos de esos vecinos y turistas que esperan, pacientes o impacientes, junto a los cordones policiales han pasado en algún momento de la tarde por la basílica de Santa Maria del Pi, donde se han habilitado espacios para alojarlos mientras no pueden llegar a sus casas o a sus hoteles. «Hemos atendido a algunos centenares de personas, les hemos dado agua y algún zumo o bebida con azúcar para que se recuperaran del susto», cuenta Jordi, el archivero. «¡Y señal de wifi!», agrega Albert, el sacristán. «Más que agua o un sitio donde reposar, lo que la gente necesitaba era poder comunicarse con sus familias, decirles que todo estaba bien y sacarse el susto de encima», prosigue Jordi. También han puestos enchufes y lavabos al servicio de los visitantes.

Chicas con el rímel corrido por haber llorado. Madres con niños pequeños a los que entretienen como buenamente pueden. Mochileros que caminan descalzos sobre el suelo de mármol de la iglesia. Y un señor mayor con una brecha en la sien, sobre la que han colocado un pedazo de algodón y un trozo de esparadrapo. «Se cayó con las prisas y estamos poniéndole hielo a ver si se le desinflama la zona, pero esa herida va a necesitar algunos puntos de sutura», detalla un chaval joven que lo acompaña.

Todos los comercios del barrio están cerrados. Muchos aún con gente dentro. Solo Rachid sigue despachando en su colmado de la calle Banys Nous. «He salido un momento a ver qué pasaba y me ha parecido terrible», comenta mientras dispensa unos botellines de agua y dos cajas de galletas a unos compradores. Este jueves va a cerrar antes de lo habitual., anuncia. Y no lo hará porque la clientela haya decaído. «Lo voy a hacer en señal de respeto, creo que hoy hay que hacerlo», sentencia.