El Pacto del Agua, firmado en junio de 1992, nació como un ejemplo de consenso político para que la gestión hídrica en Aragón no dependiese de los vaivenes electorales, y garantizar un horizonte de estabilidad. En teoría, también nacía de un compromiso en el histórico enfrentamiento entre la montaña y el llano, y de hecho se desecharon algunos de los proyectos más contestados durante el franquismo, como Campo y Comunet, y los más polémicos de entre los nuevos se dejaron para más adelante. Fue, según se comprobó luego, solo aplazar el problema.

El documento era avanzado para la época, e incluía la sensibilidad ecologista, aunque tenía poco que ver con la que es ahora, tanto en apoyo social como en conceptos. Pero sí se consideraba el agua como un bien escaso que había que gestionar en beneficio de todos.

PARÓN

Pero pasada casi una década, de las 151 obras acordadas apenas se había ejecutado un 1%, por desidia o falta de fondos. Los grandes proyectos, como Yesa, Biscarrués, Jánovas o Santaliestra, recibían una cada vez mayor contestación social, y las demandas en los tribunales se fueron sucediendo. Además, el espíritu del acuerdo quedó muy tocado cuando el Estado, años después, descartó que Aragón pudiese arrogarse una reserva hídrica, de 3.600 hectómetros cúbicos, pues era una competencia estatal.

En este contexto, el PSOE y el PP, por entonces únicos actores principales del tablero político (al menos en el nacional, en el aragonés también tenía mucho peso el PAR), firmaron en 1999 el Pacto por Aragón, que se oponía al trasvase y exigía al Estado el impulso de las infraestructuras del Pacto del Agua. Hablaba también de la «recuperación del consenso» en temas hídricos.

Este espíritu propició la entrada en el diálogo de Izquierda Unica, en el 2001, y al año siguiente se constituyó la Comisión de Actualización del Pacto del Agua. Cinco años después se produjo el llamado Segundo Pacto del Agua, ya con el pantano de Santaliestra descartado y Biscarrués seriamente tocado. Y se creó también la comisión de seguimiento, que, con muchas dificultades se ha reunido. La última fue en el 2018, con la ministra popular Isabel García Tejerina, aunque el diálogo quedó un tanto eclipsado por el resurgir de amenazas de trasvase, nunca concretadas porque requerían un consenso que nunca existió.

En todo este tiempo, con muchas reuniones infructuosas, algunos proyectos se fueron desarrollando, alrededor de la mitad, pero pocos de los sustanciales llegaron a término. En buena medida porque la ministra socialista Cristina Narbona nunca fue proclive a estas grandes infraestructuras.

En este contexto de escasa ejecución, fueron surgiendo nuevas formaciones políticas, particularmente Podemos, que se sumaron al rechazo que los ecologistas y otros colectivos sociales llevaban años manifestando a los grandes embalses y su trastorno medioambiental y social. Una sensibilidad que sí defendían partidos como CHA, pero que no había tenido eco en los mayoritarios.

Y en la otra banda, surgieron otras formaciones, como Ciudadanos y, más recientemente, Vox, que resucitaban conceptos trasvasistas que, en el caso de Aragón, llevaban años desterrados del tablero, con amplio consenso.

En este contexto, donde además varias de estas formaciones, con sensibilidades distintas en cuanto al agua, comparten Ejecutivo, el cuatripartito considera adecuado reabrir el debate y alcanzar nuevos grandes pactos. También entre colectivos tradicionalmente opuestos y nuca contentos: los ecologistas y vecinos de las zonas afectadas por grandes embalses y los regantes, ya que ninguno de los dos consigue lo que quiere.

En esto tendrá que basarse el nuevo pacto, en que nadie se quede del todo contento. Eso si llega a producirse, porque la actitud inicial del PP y los regantes no parece muy esperanzadora, frente a otros, como Ciudadanos, que al menos se abren al diálogo, por mucho que critiquen su intencionalidad.

POSTURAS ALEJADAS

Las posturas, en cualquier caso, están lejos de ser unánimes en el seno del cuatripartito, en el que el PSOE y el PAR abogan por, cuanto menos, continuar con las obras que están en marcha.

Es el caso de Mularroya, una infraestructura en general muy demandada en el Bajo Jalón, aunque los ecologistas no piensen lo mismo, y que podría esta lista en pocos años. El pasado alcanzó, de hecho, el 62,5% de su ejecución.

También Yesa, que sigue adelante con su recrecimiento tras un sinfín de modificados, movimientos de tierra en la ladera (este mismo mes de enero aparecieron nuevas grietas) e incluso manifestaciones con condenados por agredir a la Guardia Civil, en Artieda. Pese a esta ristra de avatares, el proyecto sigue vigente y los últimos informes oficiales, del Gobierno navarro, desmienten cualquier peligrosidad.

Entre los pantanos más polémicos está Biscarrués, el que ha abierto este nuevo capítulo con la propuesta de su derogación, que por otro lado ya decretó la Audiencia Nacional. El Gobierno del PP anunció otro trámite para salvar las exigencias medioambientales que el anterior proyecto no cumplía, y los regantes lo tienen recurrido al Supremo, pero no tiene visos de prosperar. Sería el final de una mengua que ya lo rebajó de 192 a 35 hectómetros cúbicos, parcialmente compensados por el embalse de Almudévar, que sí continúa en construcción. También recurrido, por cierto, por los ecologistas.

La lista de fracasos, o cuanto menos problemas, de las grandes infraestructuras del Pacto del Agua abarcan la presa de Lechago, que la CHE mantiene en carga pero cuyo coste para el riego es prohibitivo, o El Val, contaminado.

Pero también da ejemplos para la esperanza, como las balsas laterales del Matarraña, o San Salvador, solución de consenso una vez que los tribunales tumbaron Santaliestra, como hicieron con Jánovas, para alegría de sus vecinos que pudieron volver. Tampoco el actual proyecto de Santolea, en ejecución, despierta mucha contestación social.