El mismo proceso de primarias con el que en 1999 comenzó su carrera política local y en el que venció --como suele ocurrir en el PSOE-- a los preferidos por el aparato socialista, es el que ahora hace desistir a Juan Alberto Belloch de emprender el reto de abanderar otros cuatro años el proyecto de este partido en la ciudad de Zaragoza. Nunca tuvo el apoyo entusiasta de su partido --si bien en los últimos años el distanciamiento ha sido más pronunciado-- ni con las fuerzas tradicionales de la ciudad, acostumbradas a influir en la política desde despachos ajenos a las reglas que marca la representatividad popular.

Aún así, Juan Alberto Belloch se sobrepuso a las adversidades y, haciendo gala de su fama de verso libre dentro de las filas socialistas, hizo un curso acelerado para conocer la ciudad y vencer así las más que justificadas sospechas de político cunero que pretendía, a finales de los 90, recomponer una carrera política que se había deteriorado los años anteriores cuando le tocó lidiar con los grandes escándalos de corrupción del último Gobierno de Felipe González. No en vano, fue el primer biministro de la democracia, con las más que complejas carteras de Justicia e Interior, justo antes de que en 1996 ocupara un escaño por Zaragoza en el Congreso.

Con su vitola de socialista independiente --solo se afilió años más tarde y sin ningún apoyo orgánico-- y la fidelidad de dos aliados también alejados del núcleo duro de la dirección, Fernando Gimeno y Francisco Catalá, se bregó en la oposición de 1999 al 2003 y comenzó a diseñar su modelo de ciudad, un modelo que no siempre fue bien entendido pero cuyos efectos son visibles una década después. Tuvo que someterse a las burlas iniciales cuando planteó una gran Exposición Internacional y pretendió devolver el río a la ciudad. Combinó ciertas actitudes populistas y una abundante presencia en la calle que ha sido casi inexistente en los últimos años con un aire de lejanía e incluso condescendencia que sus adversarios utilizaron para crear sobre su figura todo tipo de leyendas urbanas y maledicencias. Tampoco Belloch se plegó a las disciplinas que imponen los partidos y en todos los procesos internos de los socialistas daba su opinión particular, apostando casi siempre a la contra o mostrando sus discrepancias públicamente con socios intocables en el Gobierno de Aragón.

Como todo regidor que apuesta por grandes obras y pretende dejar para la posteridad su proyecto personal, desfiló por el alambre con proyectos ampliamente contestados, como el tranvía o la fallida remodelación de La Romareda y tuvo gestos difícilmente explicables que llevó hasta las últimas consecuencias ante el estupor de gran parte de su partido, como dar a una calle el nombre del fundador del Opus Dei o su empeño por llevar su catolicismo al salón de plenos, con el crucifijo presidiendo el debate político o participando como alcalde en todas las procesiones religiosas.

Nunca mostró especial interés por participar de la vida orgánica de su partido, y los escasos intentos que hizo resultaron estériles dada su predilección por apostar casi siempre por el caballo perdedor. Belloch siempre fue un dolor de cabeza para un partido que, a pesar de ello, tuvo que plegarse a sus intenciones y asumir que ha sido estos últimos años el principal cargo público del PSOE, después de los presidentes de Asturias y Andalucía. Pérez Anadón tiene ya vía libre para recoger en apenas unos minutos los avales necesarios para pujar en primarias a las que puede surgir ahora algún otro candidato.

Belloch contó siempre con el eco mediático de los grandes medios estatales, en especial los más conservadores, y su perfil político estuvo más condicionado por su poliédrica personalidad que por los dictados del partido que le va a permitir durante 16 años --12 de ellos como alcalde-- ser protagonista principal de la vida pública de la capital.